A inicios del siglo XX, ante la necesidad de establecer una serie de medidas de higiene para contener el avance de la peste bubónica (“peste negra”), la Municipalidad de Lima coordinó, como primera medida urgente, el uso de la llamada ‘estufa de desinfección’. Era 1903 y en el poder estaba el presidente Eduardo López de Romaña, en plena ‘República Aristocrática’.
El municipio limeño contaba en sus filas con el médico higienista y bacteriólogo Hugo Biffi, quien apoyaba el uso masivo de la estufa de desinfección para objetos, pese a las críticas de un sector del gremio médico. El artefacto no era para utilizarlo en personas directamente, solo para sus objetos personales contaminados. Esta medida sanitaria fue el principal mecanismo moderno dentro de una campaña que trataba de salvar la mayor cantidad de vidas posibles en los primeros años del novecientos.
En esas circunstancias, el aporte de una estufa higiénica fue clave en el control de la peste en la capital, que empezó en la primavera de 1903, pero que llegó a su clímax en el verano de 1904, y aun en los meses siguientes. La Municipalidad de Lima tenía como ejemplo sanitario las acciones de la Cruz Roja Peruana, la cual durante 25 años había afrontado diversas situaciones médico-sanitarias de alta complejidad. Así, los limeños estaban preparados para implementar un cuerpo sanitario con médicos y asistentes.
Con un personal capacitado al mando del doctor Biffi, el municipio instauró la primera Inspectoría de Higiene Pública de Lima. Esos primeros años del siglo XX significaron una dura realidad con escasez de agua y carencia de un adecuado sistema de desagüe. No fue extraño, como lo hizo saber el diario El Comercio, que en ese contexto hubiera epidemias, pese a las campañas de vacunación que se organizaban regularmente a partir del gobierno de Nicolás de Piérola (1895-1899).
Un carruaje para pacientes
El Comercio informaba continuamente sobre los lugares que podían ser foco de infecciones, como callejones, depósitos, tiendas e inmuebles antiguos, muchos de ellos construidos en tiempos de la independencia. El servicio médico tenía como referencia el Hospital Dos de Mayo, pero también a los nosocomios militarizados que aún pertenecían a la Beneficencia Pública de Lima, como los hospitales Santa Ana y San Bartolomé.
Las ambulancias de la Cruz Roja Peruana también ayudaban a los médicos municipales en su tarea de recojo de los pacientes con la peste bubónica. Según el diario El Comercio, los carromatos para ese transporte especial fueron implementados por el doctor Agnolli, inspector de Higiene del municipio, junto con los miembros de la Cruz Roja.
El medio de transporte tenía forma de carruaje landau (caja cuadrada), pero con la puerta colocada en la parte posterior. El interior del coche estaba forrado con planchas de zinc, para facilitar la desinfección luego del servicio. Era un medio con suficiente espacio para llevar no solo al enfermo sino también a todos los objetos que este hubiera tocado. Muchas veces era usado también para transportar la propia estufa de desinfección.
La estufa salvadora
Conocida en Lima en un prototipo distinto desde los años de la guerra civil de 1895 (Cáceres contra Piérola), en el tiempo del presidente López de Romaña la estufa de desinfección retornó con fines específicos, cumpliendo una labor trascendental entre 1903 y 1904, en el peor momento de la epidemia bubónica. Ya estaba en el gobierno el presidente Manuel Candamo, quien con el apoyo de la Municipalidad de Lima y la Cruz Roja Peruana, procuró atender a las víctimas y prevenir más contagios con campañas sanitarias. La palabra “higiene” empezó a formar parte de la vida cotidiana de los vecinos de Lima.
Las estufas, importadas de Francia por la municipalidad, se instalaron en algunos hospitales, especialmente en el “desinfectorio” implementado entonces en el antiguo hospital Santa Sofía, ubicado en la avenida Grau (hoy Instituto Superior José Pardo). El Comercio, en su edición del 12 de mayo de 1903, detallaba este servicio y seguía la evolución de la peste. Sobre este artefacto preventivo informó que servía para “desinfectar ropa de uso y muebles, como camas, colchones, roperos, etc.”.
Asimismo, el diario indicaba que el artefacto había probado su eficacia en París, donde se había establecido un “servicio público de desinfección”. Se trataba de una cámara forrada por dentro por una especie de franela gruesa, que conservaba el calor “y que, una vez cerrada herméticamente con los objetos depositados para su desinfección, se carga a fin de que desarrolle una corriente de vapor que destruye los gérmenes morbosos de los objetos encerrados dentro. Una vez terminada la operación se saca lo que ha sido desinfectado por el otro extremo de la estufa”. Esto es, se sometía a altas temperaturas los objetos colocados dentro, los cuales eran medidos por un termómetro adherido en la parte superior del aparato.
Labores de higiene
Pero era evidente que este artefacto desinfectante solo no bastaba, pese a la aprobación del delegado de la Cruz Roja Peruana, Teodoro Elmore, para quien los objetos que ingresaran a esas cámaras saldrían “perfectamente higiénicos”. De esta forma, El Comercio fue testigo de los esfuerzos de la Inspectoría de Higiene de la Municipalidad de Lima por motivar en la población el “aseo diario” y, puntualmente, la limpieza cuidadosa de sus casas y habitaciones, así como de sus “depósitos, sótanos y azoteas”. Se remarcaba, además, el pedido a los responsables de los muelles, mercados y graneros, lugares óptimos para que los roedores, cuyas pulgas transmitían la peste al humano, hicieran sus madrigueras.
El cuerpo médico civil, pero también la sanidad militar apoyaron el combate de la “peste negra” en Lima y Callao. Así lo ratificó el diario decano el 3 de abril de 1904: “Delante de los inspectores municipales de policías y de carruajes y del jefe de la sección respectiva señor Souza Ferreyra, se fumigó con pulverizadores desinfectantes en Lima. También los cuarteles, estado mayor y dependencias del ministerio de Guerra han sido desinfectados por el cuerpo de sanidad militar”.
Todo ello era una campaña básica, que pretendía ayudar a la prevención higiénica de los 130 mil habitantes de Lima de esos años. Sin embargo, la tarea era muy dura. Solo el plan raticida del municipio debía hacer frente a una realidad desbordante. El Comercio puso en evidencia el hecho en su edición del 31 de marzo de 1904, donde informó que el Concejo de Lima había registrado 17,321 roedores, divididos en 4,200 ratas y 13,121 pericotes en la ciudad. Cifras estremecedoras para cualquier campaña sanitaria e higiénica de esa "época aristocrática”.