Al día siguiente del accidente Barzini, corresponsal del diario de Milán Corriere della Sera, llegó al Hospital San Biaggio e indagó por Chávez con una religiosa.
“Duerme”, murmuró la monja. Barzini recorrió el pasadizo de puntitas, tal como lo cuenta en su crónica.
En la habitación lo recibió Arthur Duray, amigo del aviador peruano y quien lo socorrió apenas el avión cayó a tierra, luego de volar desde Brig, Suiza, y llegar a Domodossola en Italia, tras cruzar los Alpes.
En la cama yacía Jorge Chávez Dartnell, bajo una armadura que sostenía las sábanas sobre las piernas del herido, que estaban fracturadas.
“Está Inmóvil y con la cabeza hundida en los almohadones -describe Barzini-, parece en efecto adormecido. Pero, bajo los párpados hinchados y semicerrados sus ojos azules miran”.
Chávez lo saluda con una voz sumamente débil: “¡Ah, es usted, es muy amable de su parte!”. Le extiende su mano izquierda con un movimiento lento y cuidadoso.
Chávez se expresa tratando de no mover los labios adoloridos, con arañones y pequeños cortes.
¿Y los demás?, pregunta el aviador peruano después de algunos instantes de silencio. Se refiere a los otros pilotos que intentarían la misma travesía.
“Quédese tranquilo, ha vencido usted, solo usted”, le asegura Barzini, y luego se inicia la conversación.
Pienso que estaba usted demasiado bajo para superar el Monscera.
Nada de eso. Hubiese podido perfectamente elevarme mucho más. Pero no me he atrevido, no me he atrevido. ¿Se acuerda usted qué viento teníamos el lunes, cuando he sido tan maltratado en el Valle de la Saltina? Pues ese mismo viento repentino y traicionero…
¿Lo agarró de un costado?
No, soplaba de todas las direcciones, venía por ráfagas, subía, bajaba, formaba torbellinos.
¿En qué punto del recorrido lo ha agarrado?
Cuando he comenzado a subir había una quietud perfecta. He llegado de lo más bien hasta el Paso de Simplon (Suiza). El día era tan claro que he podido ver perfectamente el Hotel, proseguí pues con plena confianza hacia el Valle del Krammbach. ¿Se acuerda? Ese valle por donde hemos bajado juntos por la mañana con Paulhan. (Louis Paulhan, aviador francés).
Perfectamente.
He bajado un poco para cubrirme del viento del este.
Lo hemos visto.
¡Ah, eran ustedes!, he visto un auto que corría.
¿Sintió nuestros gritos?
No, bajé un poco. Tuve apenas unos golpecitos de viento. Temía algo más serio después de lo que había visto en la mañana. La quietud me siguió acompañando hasta el paso de Furgenn, aquel valle alto que se ve desde la aldea del Simplon. (La zona de Furgenn está ubicada entre Suiza e Italia, cuya montaña más alta es de 3.492 metros)
Es el comienzo del paso del Monscera.
“Precisamente, estaba decidido a pasar por allí. Conocía perfectamente la ruta. Había subido dos veces la punta del Pioltone y retenía en mi memoria todos los pasos”.
Al llegar al Furgenn creía que lo más difícil de la travesía había sido hecho. Pero, un primer chiflón de viento me agarra mientras paso sobre el camino, antes de dirigirme hacia el Gondo… ¿Me sigue usted?
Veo el lugar. ¿Estaba usted muy alto en ese punto?
Más de mil metros. Lo veía como una cintita blanca enredada. Hasta ese momento había volado hacia el sur. Desde ahí me dirigía hacia el sureste. Pero tan pronto como me encontré en el paso del Furgenn, entre el Seehorn a la izquierda y el Tschaggmattorn a la derecha, me sentí repentinamente agarrado por el viento. Eran verdaderos golpes de martillo, imprevistos, por aquí, por allá, abajo… Un infierno.
Parecía rebotar como una pelota. Hacía saltos de cincuenta y sesenta metros. ¡Ah!, si el barómetro hubiese registrado todo, vería usted qué clase de zigzag marcaría. El viento me aventaba de golpe hacia la tierra y un instante después, me agarraba otra vez para arrojarme contra el cielo… Es ahí donde he cansado el aparato. Sentía que el viento me llevaba y me parecía que el aeroplano iba a escapárseme de repente. Yo movía los equilibradores, procuraba dar vueltas, salir de los torbellinos… Era una lucha tremenda y porfiada…
¿Se asustó usted?
No.
¿Y no le hacía a usted ninguna impresión la visión de la montaña y de sus abismos?
No, no pensaba en eso. No tenía mirada más que para lo que tenía frente a mí, pensando que a unos cinco kilómetros de distancia estaba el paso del Monscera, alto, abrupto y presentía que no lograría surcarlo. A mi izquierda se abría el valle del Zwischbergen (pueblo suizo), que comunican con el Gondo (localidad suiza cercana al paso de Simplon). Se le ve pasando por el camino. Y me he metido en él. No podía escoger. Tenía que decidirme enseguida, aterrizar entre las rocas.
¿A qué altura volaba usted?
Por encima de los dos mil metros, a los dos mil cien tal vez. He dado vuelta en torno al Seehorn (montaña ubicada en Suiza) y luego penetré en el desfiladero, tres minutos después, tres largos e interminables minutos, le aseguro, estaba a espaldas del Pioltone (cumbre ubicada entre Italia y Suiza) y seguía el valle, un poco debajo de las crestas.
El viento soplaba bastante fuerte, pero lo tenía a mis espaldas. Yo volaba velozmente, tal vez a más de cien kilómetros por hora. Tenía todavía algunas sacudidas. Unas oleadas de viento me llevaban como una tabla en un mar tempestuoso, pero los desniveles eran menores que los anteriores.
He recorrido unos siete u ocho kilómetros, donde el valle se ensancha. He distinguido entonces la aldea de Varzo (localidad italiana), a mi izquierda del lado del valle. Estaba por lo menos a mil quinientos metros sobre la aldea. Las alturas sobre la otra orilla me han parecido más fáciles y me he desviado enseguida dirigiéndome sobre Varzo, he bajado rápidamente, a quinientos metros tal vez, alterando los vuelos planeados con algunas “reprises” del motor (incremento del número de revoluciones).
Y he hecho bien porque he encontrado una zona más tranquila. Superada Varzo, he volado siempre sobre la orilla izquierda. He visto a lo lejos Ossola (localidad italiana). Era el final, llegué allí en un suspiro. Pasé sobre Domodossola, bajando cada vez más. He distinguido el campo de aterrizaje, mucha gente, una gran cruz blanca sobre el Grass, la señal de aterrizaje, luego… usted sabe lo demás.
No. Cuénteme hasta el final.
No sé, bajaba muy bien, bajaba regularmente, un poco con vuelo planeado y un poco con la ayuda del motor para no ser arrastrado por el viento que soplaba. Hacía un aterrizaje normalísimo. Estaba casi tocando el suelo, contento… luego, no sé más.
¿No ha visto usted cuando las alas se doblaban?
No, dicen que se han doblado las alas como las de un pichón. ¿Es cierto Duray?
(No hablemos más de esto, interrumpe paternalmente Duray).
¿Sabe que se levantará un monumento donde ha aterrizado usted?
¡¿No?!
Así, entre incrédulo y admirado termina su narración Jorge Chávez, quien fallecería tres días después.
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