La tristeza argentina es más contagiosa que la alegría alemana
La noche del domingo podría haber sido la mejor noche de mi vida. En una Copabacana repleta de argentinos que llegaban a Río por millares, con una camiseta y una tiara albicelestes, con una entrada para el partido de fútbol más importante de los últimos cuatro años y un encuentro pactado a las 10:00 p.m. en un punto en medio de la multitud con el guapísimo sudafricano que fue una de las motivaciones para planear mi viaje al Mundial y este blog en particular, el cuerpo técnico de mi vida se había asegurado de que todo fuera épico.
Mis amigas brasileñas estaban nerviosas por lo que podría pasar en Río de Janeiro si Argentina lograba derrotar a Alemania en la final. Desmanes y destrozos bañados en fernet y cerveza, peleas con los brasileños que mayoritariamente apoyaban al escuadrón europeo en contra de sus rivales históricos, la condena a que los argentinos les recuerden eternamente, ya no solo que Maradona es más grande que Pelé, sino que lograron alzar la copa en su casa.
Todo podría haber sido perfecto o un completo desastre. Pero es en esa bisagra entre lo maravilloso y lo trágico en que se fundamenta el vaivén de las buenas historias.
Mi cálculo casi matemático de la mejor noche de mi vida no contó, sin embargo, con que Gonzalo Higuaín, Roberto Palacio y Lionel Messi iban a perderse las magníficas ocasiones de gol que tuvieron. No contó con que el tanto que gritamos todos en el estadio Maracaná, dando a Argentina por campeón, sería anulado segundos después. No contó con que Alemania lograría, en ese último magistral respiro de Mario Göetze, condenar a esos miles de argentinos al silencio y a las lágrimas.
Porque eso fue lo único que quedó de la barra argentina después del gol. En los cinco minutos entre el final del segundo tiempo y el comienzo del tiempo suplementario, corrí como una desesperada, por la ruta que ya había trazado la última vez que estuve en el Maracaná, desde la zona de prensa hacia la tribuna sur, el territorio de la hinchada argentina. Quería cantar con ellos, contagiarme de la alegría y poder imaginar, con algo más de cercanía, lo que se siente que tu equipo, que tu país, que tu bandera, gane la Copa del Mundo.
Llegué, grité y canté, hasta el minuto 117. Después, de eso, lo único que se escuchaba era a los brasileños festejar la humillación y la tristeza de sus enemigos. Los argentinos que segundos antes coreaban que ser argentino es un sentimiento que no se puede parar miraban petrificados cómo se acercaba la derrota y cómo la impotencia se apoderaba de las camisetas azules en la cancha.
El silencio solo fue interrumpido por aplausos cuando Argentina subió desde la cancha hasta el estrado para recibir las medallas del segundo puesto. No hubo mucha emoción por la elección de Messi como el mejor jugador del torneo. Era un magro premio de consolación que no podía reparar la desolación de ser argentino en el momento en que todo está perdido.
Yo, una argentina de mentira, podía imaginar la amargura y casi sentirla, pero sabía que mi sensación no se podía comparar con el gris que había cubierto lo que antes era albiceleste.
Después de los fuegos artificiales, corrí nuevamente todo el estadio para ver el festejo del equipo alemán con su barra, en la tribuna norte. Neuer saltó la barrera y se acercó a la barra blanca, amarilla, roja y negro enloqueciéndola. Bueno, tanto como se puede enloquecer a un alemán.
El festejo era alegre, pero mesurado. Las limitaciones teutonas para demostrar sentimientos se transparentaban en el orden que aun a centímetros de los responsables de su algarabía mantenían los hinchas alemanes.
Y eso se trasladó a todo Río. Cuando llegué a Copacabana, al sitio correcto a la hora correcta, la playa estaba silenciosa y el malecón casi desolado. Poco quedaba de la cumbia, el fernet y las canciones que llegaban a cansar en los días anteriores a la final. Las banderas argentinas que colgaban de todas las superficies donde se podía colgar algo ya no estaban. Las peleas que se generaron después del partido, ya habían sido contenidas por la intimidante fuerza policial carioca.
En lugar de los mares de alegría que pensaba encontrar, solo hallé pequeños grupos tomando Antartica, esa agua con algo de sabor que los cariocas llaman cerveza. Algunos argentinos que se habían pasado los últimos tres días manejando hacia Río, escuchaban rock argentino, sentados en sillas plegables, a un volumen moderado. La cumbia se había acabado.
Al menos tuve la suerte de que el sudafricano estaba en el sitio correcto, a la hora correcta. Como siempre que logro encontrármelo en algún lugar de Latinoamérica, su parecido con Kaká, su amabilidad y su pura alegría, esa que solo un hombre al cual nunca le han roto el corazón puede contagiar, me dejan perpleja.
Decidí aceptar la situación y, como en el estadio, migrar con mi tiara albiceleste hacia el festejo alemán. Los alemanes en Rio estaban en un bar Leme, la playa al extremo este de la playa Copacabana.
Estaban felices, sí. Saltaban, sí. Cantaban, sí. Pero su festejo solo me hacía extrañar lo que hubiera sido si Argentina ganaba. En lugar de un bar, una playa completa. En lugar de una canción que solo repite Super Deutschland eternamente (¿se imaginan una barra que diga Super Argentina o Super Brasil?), la infinidad de barras argentinas. En lugar de cerveza cara, fernet gratis para todos. En lugar de una distante alegría europea, tan difícil de procesar para mí, una cercana felicidad latinoamericana. Una que sí podía imaginar que sentía.