De partidos y precariedad institucional
Uno de los problemas endémicos de nuestra democracia es la debilidad institucional que existe tanto en el ámbito público como privado, en una república que celebrará 194 años este 28 de julio. La frágil estructura institucional peruana, definida por elementos de organización, valores, objetivos y vocación de permanencia en el tiempo (lo cual implica, capacidad para adaptarse a nuevas circunstancias), es evidente.
A la referida precariedad institucional no son ajenos algunos gremios empresariales y, sobre todo, las organizaciones políticas –me cuesta llamarlos partidos, a pesar de que cuenten con inscripción en el Jurado Nacional de Elecciones, porque esa denominación, parece más una aspiración que una definición en la mayoría de casos–. El 83% de peruanos no se siente representado por algún partido político (Ipsos, octubre del 2014).
No es casualidad que hayamos tenido 12 textos constitucionales, y que tuvieran que pasar 50 años desde la independencia hasta la aparición del primer partido político, fundado por Manuel Pardo en 1871; tampoco que las dictaduras hayan sido una tradición en el país ni que en nuestros días, una institución fundamental para el Estado de derecho, como la Policía Nacional, se encuentre tan desacreditada.
En este contexto, es válido el reclamo del sector empresarial por mejores instituciones para hacer sostenible el crecimiento económico, e indiscutiblemente la inversión privada y el éxito empresarial de miles de peruanos han resultado fundamentales para reducir la pobreza en el país, desde el 58,7% del 2004 al 22,7% del 2014 (INEI); sin embargo, reclamar institucionalidad desde el sector empresarial, cuando algunas de sus principales figuras no respetan la investidura presidencial, aplauden intervenciones chacoteras y desinformadas en CADE y un alto ex directivo del gremio empresarial más importante del país se encuentra prófugo de la justicia, resulta complicado.
Por otro lado, en el país han surgido a partir de 1990 agrupaciones políticas carentes de vocación de permanencia en el tiempo –en las elecciones generales del 2006 batimos el absurdo récord de 20 candidatos presidenciales inscritos y 24 listas con postulantes al Congreso–. Algunas de estas organizaciones recurren a alianzas electorales poco coherentes, con contradicciones ideológicas y programáticas. Muchos de estos “nuevos partidos” aparecen con la única intención de participar en algún proceso electoral con la finalidad de posicionar a algunos caudillos, y posteriormente desaparecen o reducen sus fuerzas, sin cumplir con la característica fundamental de ser una organización durable, garantizando estabilidad institucional.
En ese sentido, estos caudillos se burlan sin disimulo de las normas electorales, sin respetar la democracia interna para la elección de autoridades del partido y candidatos, el funcionamiento de comités partidarios, asambleas con militantes, entre otros requisitos. De este problema no escapan los mal denominados “partidos políticos tradicionales”, los mismos que, paradójicamente, se caracterizan por su debilidad institucional y limitada tradición partidaria.
En el sector privado y en el ámbito público, concretamente en los partidos políticos a los que hemos aludido, es clave diferenciar a los caudillos de los líderes. Los primeros mandan y pueden ser efectivos en el corto plazo; mientras que los segundos lideran y guían, inspiran a sus seguidores y forman a sucesores porque son capaces de preparar y visualizar sus organizaciones sin ellos.
Si algunos profesionales que deciden incursionar en política se preocuparan más por liderar la creación y fortalecimiento de auténticos partidos políticos, antes que buscar candidaturas inmediatas, en algunos años podríamos vivir en un país mejor, en el cual el concepto de representación política recupere su significado esencial.