Rostros de South Horr
Su rostro nos comunicaba paz y hospitalidad. Era la suegra de nuestro chofer. Una mujer de origen somalí y edad indeterminada. Le pregunté con gestos si podía tomarle una foto y comenzó a posar de manera casi profesional en la choza que servia de cocina. Su mirada me marcó. Cuántas cosas habrán visto esos ojos que ahora me miraban vidriosos y azules, quizás a causa de cataratas oculares. El hecho de sentirnos bienvenidos en un sitio fue una agradable sorpresa.
Kenia es un país geográficamente hermoso y culturalmente interesante, pero como viajero es difícil tener un intercambio con los locales que no tenga un matiz económico. Creo que la frase más recurrente que escuchamos durante el viaje fue:
–– Hey Muzungu, give me my money! ––
Muzungu es el equivalente swahili de ‘gringo’. Escuchar esta frasecita por enésima vez, sobre todo cuando se hace de una manera agresiva, termina por cansarte. Por eso ver los rostros sonrientes de South Horr y ser invitado a sus casas y ceremonias fue una experiencia bienvenida en este viaje de un mes por tierras keniatas.
South Horr es un pequeño pueblo situado en el norte de Kenia, a 40 kilómetros del lago Turkana. Está literalmente en el medio de la nada. Pasamos prácticamente todo un día atravesando zonas áridas intransitables sin una 4 X 4.
Después de pasar horas en el desierto, ese puñado de casas y chozas sombreadas por acacias me dieron la sensación de ser Mad Max llegando a Truequelandia.
Una parte de la población pertenece a la tribu de los samburu. Su lengua y costumbres son similares a las de los más conocidos masai. Son pastores y ganaderos. Su principal riqueza es el ganado y sus ritos y religión giran en torno a él.
También hay una importante población somalí fruto del flujo migratorio generado por décadas de inestabilidad en el vecino país. Los somalíes son de religión y cultura musulmana.
En el Good-Hope hotel se congregan los samburu para tomar té o un fuerte licor destilado en las mismas tasas, o para comer samosas (empanadas indias rellenas de carne o verduras).
Los samburu celebran los ritos de circuncisión de los chicos que llegan a la pubertad con el tradicional baile de los saltos.
Tuvimos la suerte de ser invitados por una familia a asistir a la ceremonia de circuncisión de su hijo. Nos levantamos al amanecer para ir a un caserío en las afueras del pueblo donde toda la familia rodeaba al agasajado y probablemente asustado muchacho. La atmósfera de la ceremonia era surrealista e intoxicante entre los tambores y cánticos de los presentes y la ligera luz de la madrugada.
El hermano del muchacho se puso como en un trance a aullar y tuvo que ser contenido por algunos de los asistentes. Pareciera que es parte del ritual para canalizar la atención de los asistentes.
Como parte del ritual el circuncidado toma sangre de vaca para mantener su fuerza.
No describiré en detalle la ceremonia, pero al presenciarla nos preguntamos si deberíamos ofrecerle una aspirina al chico, aunque después de un largo debate decidimos que lo mejor era no interferir. Si bien las condiciones higiénicas de la operación no eran optimas, darle una medicina al chico podría haberle hecho tanto bien como mal. El hecho de haber recibido una “poción” de los muzungus podría haber afectado su honor delante de su comunidad.
Sin embargo es difícil resistir a la tentación de interferir cuando estás ahí.
¿Ustedes que piensan? ¿Alguna vez han presenciado algún hecho al viajar y han sentido la necesidad de intervenir? ¿Tenemos derecho como viajeros de alterar el orden de las cosas según existen en otras culturas solo por el hecho de que pasamos por ahí en un determinado momento?