¿Le gustaría tener control sobre el modo en que quisiera morir?
Si es que existe algo que es cien por ciento seguro para usted y yo amable lector, es que ambos moriremos algún día. No sabemos cuándo, en donde, cómo o en compañía de quien, pero sin ninguna duda, usted y yo moriremos algún día.
Las muertes son de dos tipos, las súbitas o fulminantes, que ocurren de un momento a otro en un accidente, un infarto cardiaco o un derrame cerebral masivo, etc. y las muertes progresivas, que ocurren cuando el ser humano padece de una enfermedad crónica como cáncer terminal, falla del corazón o los riñones, ELA o esclerosis lateral amiotrófica (¿recuerda la campaña del balde de agua helada?), diabetes severa, fibrosis pulmonar, enfermedad de Alzheimer, etc.
Obviamente, el ser humano no puede hacer nada cuando la muerte es súbita, excepto quizás tomar con antelación la sabia decisión de donar nuestros órganos o quizás expresar nuestro deseo de ser enterrados o cremados.
Pero la muerte progresiva es diferente, en ella, la persona se va extinguiendo lentamente en largos días y semanas, y teóricamente, hay mucho tiempo para planificarla; pero lamentablemente, el sistema médico occidental no está preparado para ayudar a morir con dignidad al ser humano.
Para empezar, los médicos no estamos preparados para ese importante momento. Las facultades de medicina enseñan a sus estudiantes a curar y prolongar vidas, no a ayudar a morir a sus pacientes. En ese contexto, los médicos percibimos que la muerte de un paciente es una desgracia, una falla, un momento que nunca debería ocurrir.
¡Pero qué equivocados que estamos!, no nos damos cuenta que la muerte no es más que la otra cara de la moneda de la existencia y que la muerte de un paciente con enfermedad crónica debería ser vista de un modo tan natural como lo fue su nacimiento.
Es recién en los últimos años, y estrictamente por razones económicas, que algunas sociedades han empezado a analizar el modo en que mueren sus ciudadanos y se ha visto por ejemplo que en Estados Unidos, casi todo el dinero que se gasta en la salud de una persona, se gasta en los seis últimos meses de su vida.
Y eso porque la persona crónicamente enferma, al no haber tomado decisiones tempranas y haber ordenado el modo en que desea ser tratado en sus últimos días de vida, es internado en costosísimas unidades de cuidados intensivos (UCI), en donde se le prolonga la vida por días y semanas, a pesar de que médicos y familiares saben que no se van a salvar. En ese lugar, el paciente es mantenido en vida con tubos y catéteres por cada orificio natural o artificial, recibiendo costosas medicinas y servicios que lo único que hacen es prolongar el sufrimiento, tanto del enfermo como de la familia.
La mayoría de las UCI en Estados Unidos están llenas de pacientes con diversas complicaciones de enfermedades crónicas insalvables, como cáncer terminal, enfermedad de Alzheimer o muerte cerebral.
En este punto quiero aclarar que no estamos en contra de que se usen las UCI u otras medidas heroicas en el tratamiento y recuperación de enfermedades agudas como infartos cardiacos, derrames cerebrales, accidentes u otras condiciones médicas que tienen un pronóstico favorable, así como tampoco esta columna tiene el objetivo de advocar por la eutanasia.
No de ninguna manera, de lo que estamos hablando aquí es por ejemplo del caso de mi propia madre, quien al saber que tenía un cáncer avanzado e incurable de la pelvis, me dijo muy clara y firmemente que ni se me ocurriera llevarla al hospital cuando se ponga grave porque ella no quería que le pongan tubos ni catéteres y deseaba morir en su casa, en su cuarto, en su cama y rodeada por sus tres hijos. Y así fue; y quiero confesarles que el haber obedecido sus órdenes, y haberle dado tratamiento paliativo en su casa, constituye para mí el logro más importante de mi carrera médica. Ella siguió el ejemplo de San Juan Pablo II que había muerto el año anterior pidiendo que lo dejen morir en su habitación del Vaticano.
De lo que estamos advocando en esta columna amable lector, es que el ser humano, especialmente aquel afectado por una enfermedad crónica o incurable, debe tener la potestad y la autonomía para decidir cómo quiere pasar los últimos días de su vida y esa decisión debe ser hecha cuando la persona está todavía con sus cinco sentidos y en todos sus cabales. De otro modo corre el riesgo de que otros (hijos, conyugues u otros familiares) tengan que tomar dolorosas e injustas decisiones que ellos debieron tomar en su momento. Es como dejarles el bulto después que ya no tenemos conciencia y no podemos decidir, es como dejarles un doble dolor.
Lamentablemente ese tipo de decisiones no se van a tomar nunca si no se habla del tema. Esos deseos deben ser repetidamente comunicados a los familiares cercanos y al médico de manera clara y firme.
Al respecto, en su libro La Conversación, el Dr. Ángelo Volandes esboza seis preguntas que todo médico debería hacerle a sus pacientes con una enfermedad incurable, sin esperar a que lleguen a la etapa terminal de la enfermedad, es decir al punto en que ya no puedan expresarse claramente.
Si su doctor no se las ha preguntado, recorte este artículo y háblele de estos seis puntos para que él o ella sepa desde ahora cuáles son sus deseos y pensamientos con respecto a su eventual muerte.
- ¿Qué tipo de cosas son importantes para usted en su vida, y muy especialmente en la etapa terminal de su enfermedad?
- Si la enfermedad lo coloca en la situación de que ya no es capaz de hacer las actividades que más le gustan, ¿existen tratamientos o procedimientos médicos que ya serían demasiado?
- ¿Considerando que no ha llegado todavía a la etapa terminal de su enfermedad, tiene algún temor con respecto al cuidado de su salud cuando llegue a ese momento?
- ¿Tiene creencias espirituales, religiosas, filosóficas o culturales que lo guían al tomar decisiones médicas? ¿Las ha comunicado a sus médicos y familiares?
- Si tuviera que elegir entre vivir más tiempo o tener una mejor calidad de vida, ¿cuál elegiría?
- ¿Cuán importante es para usted morir en su casa?
En su libro Being Mortal, el médico cirujano Atul Gawande cuenta el caso de Jack Block, un paciente que desarrolló un tumor en la médula espinal, a nivel de la nuca. Sus cirujanos le dijeron que si lo operaban, había un 20% de probabilidades que se complique con una parálisis desde el cuello para abajo, pero que si no lo operaban, la probabilidad de quedar paralítico era del 100%.
La noche anterior a la operación, el paciente (un profesor universitario retirado) tuvo un consejo de familia y expresó claramente que él estaba dispuesto a correr el riesgo de la operación, pero eso sí, pedía que si se presentaba alguna complicación, los médicos aseguraran que por lo menos iba a poder tomar helados y ver partidos de fútbol.
Durante la operación, se presentó un severo sangrado de la médula espinal y los cirujanos salieron a preguntar a la familia si querían que la operación continúe porque si se salvaba, iba a quedar completamente paralizado desde el cuello para abajo. La hija se acordó del pedido de su padre y le preguntó al cirujano que si después de la operación el podría por lo menos tomar helados y ver televisión, a lo que el cirujano dijo que si y continuó la operación. El paciente vivió diez años más después de la operación, paralizado y con una vida muy limitada, pero capaz de mantener una función cerebral normal. La hija recordaba con gratitud la conversación que tuvo con su padre la noche anterior a la cirugía, pues conociendo sus deseos, le fue más fácil tomar una decisión.
Como dice el Dr. Gawande, esa conversación que tuvo el Sr. Block con su familia es la misma que usted amable lector debe tener con su familia cuando la quimioterapia deja ya de funcionar, cuando le dicen que el tumor canceroso que tiene es inoperable, cuando va a tener una cirugía de alto riesgo, cuando la falla de su hígado o su corazón progresa sin remedio, cuando ya necesita un balón de oxigeno para respirar o cuando esta tan débil que ya no puede vestirse por sí mismo o ir al baño.
Esa es la discusión que los médicos suecos llaman “la discusión del punto de quiebre” en la que se suspenden agresivos tratamientos para ganar tiempo de vida y el cuidado se centra en lo que es de valor para la calidad de vida del paciente (viajes, tiempo con la familia).
Hasta el año 1945, la gran mayoría de muertes en los Estados Unidos se producían en la casa, en la actualidad menos del 20% ocurre en ella. Eso indica que los hospitales y unidades de cuidados intensivos le han arrebatado a las familias el momento de la muerte de un ser querido, un momento tan natural como lo fue su nacimiento.
Yo tengo claros mis deseos y lo converso de vez en cuando en mi casa, y a usted amable lector, ¿le gustaría tener control sobre el modo en que quisiera morir? ¿Lo ha conversado con alguien?