Saboreando literatura
El profesor X insistía en que recogiera alguno de los elementos de mi novela primigenia. Le impactó la escena de un hombre y una mujer sobre las verduras y las frutas. El fogón encendido, el tacto, el aroma, los sabores.
Me instó a algunas lecturas. “Como agua para chocolate” ya la había releído y lo que era fundamental para sostener aquel fiero apetito era una buena dosis de poesía. Fue en “Odas elementales” que Pablo Neruda nos indujo al culto a las apetencias profanas. Ese tránsito se empieza a vislumbrar ya en “Residencia en la tierra”.
Neruda no solo es un amador desbordado (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ y hace saltar al hijo del fondo de la tierra…”), sino además un amante de la buena mesa. En “Odas elementales” desciende a la simpleza de un niño que se asombra ante las cosas simples. Hace una festividad del aceite y el pan, se deslumbra ante el caldillo de congrio y las esencias de la cocina chilena.
El rito del banquete en el poeta da inicio con las metáforas enraizadas a la comida. Oda a la cebolla, al tomate o a la alcachofa operan como puentes entre el hombre vivo, ávido de alimento y el ofertorio de la naturaleza. Con los versos consagrados al tomate, nos introducimos en el sacrificio inexorable en la cocina: “Debemos, por desgracia, asesinarlo:/se hunde el cuchillo/en su pulpa viviente,/ es una roja víscera/ un sol fresco/ profundo, inagotable…”.
El ingrediente se reúne con otros luego para fabricar la buena sazón: “se casa alegremente/ con la clara cebolla,/ y para celebrarlo/ se deja caer aceite,/ hijo/ esencial del olivo,/ sobre sus hemisferios entreabiertos,/ agrega/ la pimienta/ su fragancia…”.
El poeta le obsequia versos a los ingredientes. En “Oda a la cebolla”, Neruda nos proyecta las imágenes de una cebolla que relumbra como una joya: “luminosa redoma/ pétalo a pétalo/ se formó tu hermosura,/ escamas de cristal te acrecentaron/ y en el secreto de la tierra oscura/ se redondeó tu vientre de rocío”. La comida es sabor, pero también imágenes, curvas, líneas, redondeces y matices.
Luego escribe: “La alcachofa/ de tierno corazón/se vistió de guerrero,/ erecta, construyó/ una pequeña cúpula,/ se mantuvo/ impermeable/ bajo sus escamas/, a su lado/ los vegetales locos/ se encresparon”. Más adelante culmina: “Así termina/ en paz/ esta carrera/ del vegetal armado/ que se llama alcachofa,/ luego/ escama por escama/ desvestimos/ la delicia/ y comemos/ la pacífica pasta/ de su corazón verde”.
Recuerdo que Neruda y Miguel Ángel Asturias escribieron un libro al que titularon “Comiendo en Hungría” (1969). Ambos habían llegado a Budapest en 1965 y quedaron maravillados con las extrañas combinaciones de sabores. La historia del libro comienza en el fabuloso Alabárdos, restaurante de belleza gótica, en la zona tradicional de Budapest. Es un libro que explora, que huele, que festeja a la páprika y al tokaj, que receta, que reseña restaurantes y que celebra la buena comida. Es también el intercambio de sensaciones entre dos creadores. Es la devoción del poeta por el pörkölt, salsa de deleite, se asombra por el pescado. Cada comida en Hungría es una celebración de amigos, una fiesta de sabores. La obra incluye, para mayor detalle, un vocabulario abreviado de las comidas, bebidas, tabernas y restaurantes húngaros.
Con ese material inicié sorpresivamente el proyecto de un poemario subsiguiente al que pronto publicaré, esta vez dedicado a los sabores, a los ingredientes. Según L, es muy prosaico y carece de filosofía. Yo la contradigo y sostengo que hay mucha filosofía en el tema. Según el profesor, la riqueza de la poesía solo debe servir al objetivo de mi novela.