Glorias y famas
Fue B, un viejo amigo, quien me advirtió que los concursos son peligrosos para la autoestima. Nunca le entendí y me dispuse a competir por un reconocido premio de narrativa. Elaboré un cuento sobre la ceguera, como El Hacedor de Borges, el buen Homero que no distingue sus propias manos ya entre brumas.
Cuando preparaba los sobres, B me alertó de los peligros de competir. Uno no debiera competir con otros sino con uno mismo, esa es la rivalidad que nos postula a superar nuestras propias marcas. Pese a las advertencias, me empeciné y, desde luego, perdí. Tanto me afectó la derrota que viajé al norte para olvidarme del deslíz. Al decir verdad, en aquel tiempo la narrativa era un juego de inspiración y magia, pero con ignorancia de la técnica.
Me propuse no aventurarme en nuevos juegos y resistí la tentación de competir nuevamente. Además, la maduración como sediento lector me ha permitido juzgar muchas novelas o poesías ganadoras de concursos y hay títulos que no explican su reconocimiento. Me guardo la mención.
Ya había decidido no embarcarme en concursos cuando un domingo del 2010 en un gran aviso a página completa en un diario importante, la USIL convocaba a un Premio Nacional de Ensayo. El tema del concurso era Fernando Belaunde y rompi el pacto secreto de no competir, pues Belaunde me animaba por uno de sus mensajes claves: la conquista de la geografía. Por algún mecanismo del destino los libros llegaban a mí. Acudía a una librería a indagar por material y las publicaciones sobre el tema saltaban a mis ojos.
Escribí y entregué mi Ensayo a tiempo y esperé, pero la espera se hizo larga en demasía y me convencí de que había sido derrotado hasta que me llamaron para anunciarme mi triunfo. Había ganado el primer premio y, en consecuencia recibí mi diploma y el cheque en una ceremonia pública en la que además se homenajeaba a Francisco Miró Quesada Cantuarias, Armando Villanueva, Luis Bedoya Reyes y Javier Pérez de Cuéllar. Huelga decir que volaba en una nube y tocaba los astros, literalmente.
Por entonces me encaminaba a ser candidato al Congreso y trabajaba en una organización y todo se enfilaba hacia una aparente gloria que no llegó. Momento perece, no sé como lo diría Horacio, el esceptico. Decidí no apostar más mis letras, pese a aquella victoria, pues creí entonces que los laureles, como decía Lucho Hernández, servían para los tallarines.
Un premio no te enaltece, pensé, lustra tu vanidad y no te torna en inmortal. De hecho, César Vallejo no ganó un premio, pero sí la gloria literaria, como la ganó Kafka tras sus muerte o Giuseppe de Lampedusa por el Gatopardo cuando no soñaba con tocar las flamas del Olimpo. Murió sin conocer su propia inmortalidad.
También me dejó de interesar la lisonja pasajera, el boom que se pierde en la finitud de los años o los días, lo que es peor. Gloria era la de Cervantes por su gran novela y gloria la de Gabo que abrazó el firmamento con su “Cien años de soledad”. Yo no quería el aplauso o el diploma sino el mérito de una obra extraordinaria y que me superara.
Pero, al pasar del tiempo y con la superación que el taller supuso en mi propia valoración de las artes literarias, creo que no he concebido ni concebiré alguna vez aquella obra maestra que me consagre o que se consagre (la obra, mi obra es, desde luego, más importante que su autor).
“La danza del fuego”, por decir, se desarrolla, se desenrrolla, se arrulla, se arruga, se borra, se vuelve ridícula, boba, huidiza. Suelo ser drástico con ella, como un padre severo. Según el profesor X, las grandes obras no nacen del genio ni del ingenio sino de la experiencia y el rigor, la que le permitió a Cervantes dar forma a la aventura quijotesca y a Gabo darle el ritmo del vallenato y la magia a su novela inmortal.