facebook.com
Asumo que nadie podrá vivir sin Facebook de ahora en adelante y que no tener una cuenta es como no tener un DNI. Si bien su utilidad es tangible (en lo particular me ha servido más de una vez para contactar con potenciales entrevistados o para informarme de la opinión ajena), para algunos es una nueva patología.
Yo no me la tomo tan en serio como aquellos que ven en el Face lo mismo que ven en la televisión, un hipnótico capaz de trastornar la vida o un recurso vil para medir el paso del tiempo en las amistades. Importa más por la configuración que sin darnos cuenta opera en nuestra mente. Cuando Gutemberg inventó la imprenta transformó la mente del hombre. Probablemente algunas nuevas conexiones se produjeron en el cerebro humano como se produce cada vez que el entorno tecnológico cambia. Los nuevos conocimientos generan un efecto de adaptación. Asumo que lo mismo ocurre con muchas de las aplicaciones de Internet, entre ellas Facebook.
En un mundo que tiende a alejarnos con sus prisas, esta red social se encarga de poner el parche. No se diga que la incomunicación nace con las redes sociales, es un fenómeno de la era industrial. Pero hoy el hombre, solitario pese a la invasión de la masa (Ortega), ve que detrás de su computador hay vida en interacción. La patología reside en el reemplazo de una compañía real por una que se expresa en grafías. Quien privilegie los contactos virtuales al calor de un abrazo o de una tertulia real, ha perdido el vínculo con la realidad.
Pero todo es ambivalente. Imagínate también a aquel que como muchos camina entre calles solas, tanteando escrutador, los ojos evasivos de la gente. O a aquel que con los años se desvinculó de muchos, pero que en la tribu virtual remienda los adioses. Sí, porque es el Facebook el que impide que los adioses sean verdaderos y que el contacto continuo tenga la garantía de un click.