Razonamiento y pergaminos
Entre los intelectos universitarios más lúcidos que he conocido hay muchos que no han requerido de postítulos para mostrarse. Un extraordinario catedrático, un brillante intelectual (ya ni decir de J.C Mariátegui, que fue autodidacta) no han necesitado envolverse en papeles para exhibir su genio y sapiencia.
Vamos a ser más intimistas que lo habitual. Hubo un tiempo en el que las mejores universidades tenían por masa de maestros a un buen número con más saber que pergaminos y ninguna duda quedaba de la impecabilidad de su magisterio. Al decir verdad, cuando empezaron a multiplicarse las exigencias, los pergaminos aparecieron como un escalón oficial. Tras la formación ¿Varió la calidad o el rigor del conjunto? Debo decir, en principio y por mi parecer, que No necesariamente. La formación medular fue anterior ¿Dónde se inició? ¿En qué etapas de la vida del profesional? Quizás debamos remontarnos a la secundaria, a la academia o al albor de la preparación general en su claustro.
Aunque hay quienes sí exhiben (y más que bien) su perfeccionamiento posuniversitario, la suma de papeles sellados tras el título no hace, por lo general, a un buen maestro o a un buen profesional. El formalismo no siempre tiene la razón ¿Entienden por qué? Porque la virtud más preciada de la autoformación disciplinada (subrayen lo último) y de la actualización permanente es que cada estudioso sabe los vacíos que llenar y qué datas concretas conectar para completar aquello que pretenden aplicar o enseñar. Cada mente es un caso particular.
Un cultivado y ávido lector sin maestría puede adelantarse a un magister o doctorado que se precie de tal. La virtud del estudio superior es el rigor, la obligatoriedad, el fuete. Pero el alma del autoaprendizaje posuniversitario y la buena enseñanza reside en lo que Luis Alberto Sánchez llamó “la ambición cósmica del conocimiento”.
No pretendo imponer aquella extraña impresión ni la desbordante sensación de que muchos de mis más grandes maestros sumaban la experiencia y la edad. Recuerdo a José Agustín de la Puente y Candamo o al jurista De la Puente y La Valle, al preciado Osterling, a Avendaño y a muchos más que en la actualidad ya no están o están siempre para alumbrar, convirtiendo su “largo pasar” en docencia testimonial, en la memoria escrita dentro de una enciclopedia peculiar y latiente. Nada más valioso que un maestro septuagenario o más. Sus clases son, además, una revelación de la evolución del tiempo y un cúmulo de transiciones, cambios y paradigmas que ningún maestro joven puede transmitir a cabalidad.
Quizás la buena formación escolar y preuniversitaria también sean capitales en esta discusión. El genuino saber, el intelecto superior, responden a pautas que están más allá de lo que solemos (y mal) creer. El buen pensar no lo concede necesariamente el postítulo o el lauro, como el buen enseñar no es un tema de sellos de agua y papel. La clave, como el gen, pertenece al peculio intelectual, a la experiencia vital, al carácter, la ”sed” y la actitud de cada cual.