Biblioteca
Reescribí en un papel el texto de Borges: “Deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas”. Luego contemplé cada uno de los anaqueles de aquella vasta extensión de páginas que pobló mis ojos durante tres horas ¿Madrid, Berlin, Paris? Solo una biblioteca que me proveyó de unos ojos para ver el mundo.
Tomé uno de los volúmenes, era una tapa con altorrelieves, una edición muy antigua de la vida feudal. Hurgué entre los rincones, allí donde el polvo invade y el aire se torna espeso. Buscaba quizás la piedra filosofal, el libro clave de todas las sabidurías. Las bibliotecas antiguas tienen por mayor valor el misterio. Allí en medio de todo alcancé a ver un libro de cuentos cargados de erudición. La narrativa se emparentaba con la filosofía con sensata sobriedad.
Leí algunos y me centré en un diccionario de etimologías. Fatigado, con los ojos encapotados, abrí mi maletín y volqué en una mesa una mala novela que había traído desde Lima solo para revisar los múltiples errores que le había cazado a su autor sin siquiera proponermelo (156 fallas ortográficas y algunas discordancias más que de formas, de pensamiento). Con la novela de marras llevaba un libro de poemas de un buen poeta chileno y un ensayo genial de un argentino del que pronto hablaré.
Desprovisto de mi carga volví a los estantes de Historia, civilizaciones extinguidas, el despertar de la civilización y más hacia el borde el arte griego con impresionantes ilustraciones. Recordé el primer libro leído a instancia de mi madre, “El criterio”, cuando descubrí una biografía de Balmes.
En el anaquel de clásicos descubrí títulos que no conocía pese a su ubicación entre los que más profundo habían calado en la literatura por venir. Siglos y milenios de sabiduría que plasmados en conocimientos no servían sin el soporte de la memoria o para decirlo con más claridad, la lectura puede proveer de conocimientos y el cúmulo de ellos han de servir para colmar la memoria, pero esta es precaria en su extensión y duración. Los conocimientos deben, por tanto procesarse, digerirse, para que (aunque la erudición se diluya) la sabiduría que de ella proviene permanezca. Leer no debe hacernos más eruditos, pero sí más sabios.
Sabiduría relativa, por cierto, sujeta a las limitaciones del intelecto y la sensibilidad. En cualquier caso, allí en todos aquellos estantes, habitaba el saber universal del que algunos necios se jactan. Tomé al final uno de los libros que torció mi concepto del tiempo.
Al final recordé la tragedia de Borges cuando le tocó, ya ciego, dirigir la Biblioteca Nacional (Argentina). El poema que sigue festeja con ligera mordacidad la conjunción de aquel evento con su imposibilidad de ver. Corría 1955, si no me equivoco y estuvo allí 18 años, él que creía que el paraíso era una biblioteca, caminó entre sus pasadizos ya ganado por las sombras, su ceguera.
Para ser más precisos, aquí el Poema de los dones. Con esa introducción tan somera como apurada guardo la esperanza que comprenderán mejor la desazón del celebrado autor de aquellos versos.
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.