Desde la buhardilla
Una calle extraña asoma a mis ojos, sobre los jardines que se alinean al lado de la vereda se yerguen fabulosos arbustos. Algunos están tachonados de flores lilas y otros matizan su verdor con lluvias de pétalos rojos. Unos niños juegan cerca de una pileta. Al fondo, una casa azul aparece como el centro de la creación. Nos detenemos.
- ¿Estás preparado? –pregunta Alexis
- Claro que sí – respondo.
- No conozco a Don Federico, pero por Doña Ana, sé que es un hombre sencillo.
- Claro –digo sin fuerza.
- Debes mostrarte seguro de ti y escribir un buen soneto, sólo así podrás ingresar al Círculo.
- ¿Qué debo decir? –pregunto, mirando al vacío.
Alexis desciende y mira sus zapatos. Enrumbamos hacia la casa. Un león dorado bruñe sobre la clara extensión de la puerta, celosías, zócalos de madera, una farola de enorme circunferencia adorna el margen del frontis. Más a la esquina, sobresale una escalera que conduce a la segunda planta.
El timbre campanillea en los rosales, un caracol traza su línea de baba sobre un ladrillo. Su cogote viscoso me llama a la náusea. Soy yo, Diego Carranza, quien está en la puerta, en el umbral del Parnaso donde puebla la poesía y habita la gloria por venir. Allí vive Don Federico De Losada, el poeta. Una mujer regordeta asoma por la puerta y con amabilidad nos hace pasar.
- Ustedes son los invitados de la doña, tomen asiento –farfulla.
Alexis sonríe nervioso, extrañado de la suave gentileza de aquella mujer. Se siente el intenso perfume a jazmín del jardín. Los sofás son muy antiguos y están cubiertos con una manta floreada. Frente a ellos un mueble de tornasol relumbra como un trono. La ventana lateral, hacia la derecha, vaivenea con el viento, tiene varias capas de herrumbre, se mueve dificultosamente. La casa es viejísima, sus ventanas en forma de arco le dan un fino aire señorial. Las grandes baldosas de piedra del pasadizo que nos condujo hasta la sala son de más reciente tiempo aunque están hundidas y quebradas. Un reloj acompasa el escenario de estantes y libros viejos. Sobre una repisa reposa la poesía de la edad de oro española. Los cubiertos de plata alumbran desde lejos. Unos platos de losa forman filas alrededor de los márgenes del mantel bordado. Los libros se montan unos sobre otros en la estantería que se luce junto a la escalera. Algunos títulos sobresalen: Egipto, el Arte Romano, American Dictionary.
Alexis me hace una ligera señal para que me serene, detiene sus ojos en mis manos temblorosas. Desde la galería se perfilan rostros angélicos, es una cenefa que recorre el muro lateral del comedor hasta el vitral que da al jardín. Un bulto de saliva espesa recorta mi respiración, luego rompo en una tos seca mientras oigo los taconazos de la doña que desciende por la escalera. Una mujer de ojos azules y tez clara aparece risueña, besa la mejilla de Alexis con suavidad y me tiende su mano con delicadeza, yo extiendo la mía con ligero torpor.
- Querido Alexis, es un gusto tenerte en esta casa. Federico bajará enseguida –dice con voz pausada- los demás vendrán después, pero es bueno que mi marido conozca antes a tu amigo.
- Más bien te agradezco. Diego es un poeta que acaba de cumplir cuarenta años, talentoso, con muchas ganas de aparecer en el escenario de la literatura. Pocos hay de su generación que escriban como él –advierte Alexis.
- Entiendo, un escritor tardío ¿Estás preparado para la muestra? –me interroga Doña Ana.
- Sí, desde luego –respondo, frunciendo el ceño y apartando la mirada.
La conversación se torna en densa y el aire se vuelve espeso. El reloj golpetea incesante sobre su propia estructura de metal. Una masa compacta de sombra se tiende detrás de la mampara de vitral. Es la silueta de un hombre mayor que se sienta pesadamente sobre una silleta en el exterior. Tiene un libro entre las manos y sobre una mesita al lado, un vaso. La imagen transluce a través del vidrio opaco.
- Es Federico, que debe haber bajado por los escalerones de metal hasta el jardín. Sabe que ustedes están aquí, iré tras él.
Pronto, tras la etérea figura de unos pastores que rodean una llama azul, se une la sombra de la mujer, el vitral aumenta las proporciones de la doña, quien con gestos agitados parece apurar a su marido. Él reacciona con ademanes agitados. La mujer se acerca para hablarle al oído, permanece arqueada dos minutos. Desde la sala no es posible escuchar las palabras, solo un murmullo que se confunde con los silbidos del viento que se cuelan por una abertura de la pared que conecta con el patio. El hombre se pone de pie muy lentamente y sigue los pasos de su mujer. Un abismo se abre entre los anfitriones y los invitados. Pasan cinco minutos más, los murmullos adquieren formas y se tornan en vocablos atropellados pero fácilmente distinguibles. Ensayo algunas palabras que Alexis no logra entender. El reloj picotea los muros, es como el martilleo constante de una construcción. Transcurren algunos minutos más hasta que las voces, esta vez desde la cocina, adquieren mayor nitidez.
- No voy a recomendar ante el Círculo a un sujeto al que no conozco, Ana –dice Don Federico, en voz airada.
- Pero, Federico, es un talento, recuerda que tú lo fuiste.
- No, Ana, es un extraño. Además no parece tan joven. Pero lo más importante, querida, no lo conozco, no entiendo por qué tenga que servirlo.
Doña Ana asoma por la puerta lateral de la sala, detrás de ella aparece con gesto adusto, el viejo Federico. Las canas incipientes sobre su protuberante bigote lo hacen lucir mayor de lo que es. La calvicie le dota de un aura extraña, parece el retrato de San Ignacio de Chupas sobre la salita de la abuela Jacinta. El hombre tiene un chaleco apretado, granate, que su misma mujer le ha tejido. Cubre una vieja cicatriz. Toman asiento. De Losada se coloca en el sofá solitario más alejado de la sala, del lado del piano. Permanece sin hablar.
- Él es Diego Carranza –dice Ana, sin desviar la mirada de los ojos de su marido – y él es Alexis, de quien te hablé tantas veces.
Federico hace un mohín y continúa callado mientras su mujer y Alexis intercambian algunas palabras. El viejo tiene la mirada lánguida. Bosteza una, dos veces y despliega toda su humanidad sobre el mueble, colocando los zapatos relucientes sobre una mesa al pie. Extrae del bolsillo del saco un habano, lo prende. Echa una gran bocanada de humo espeso y negro.
- Federico ¿Dejarás que Diego pase la prueba? –interroga Doña Ana.
- Sí –responde el viejo con desdén.
Federico observa mi perfil, yo no me atrevo a mirarlo. Alexis hace una venia de asentimiento. Los ojos fijos del viejo De Losada permanecen como un pescado, inmóvil, absolutamente quietos. Me examina con un rictus de repugnancia. Su rostro se tensa. El resplandor de la lámpara del techo permite distinguir con mayor nitidez las líneas que se marcan en su frente. El entrecejo apretado, la bilis matizando el rubor. El rojor de la alfombra contrasta con el mobiliario oscuro, ordenado, dispuesto en trazos geométricos cuidadosamente estudiados. Don Federico se pone de pie y se va sin decir una palabra. La vieja hace un ademán para que su marido regrese y se quede quieto en aquel sofá. Suspira con fuerza una vez que se aleja. El viejo, impávido, echa un chorro de aceite en los maderos de la chimenea, coloca una garrafa en la alacena. La fogata blanquea los rostros y el calor nos envuelve con mayor rigor. Una flama brota desde el fondo. Doña Ana aprieta el rostro y trata de calmar los ánimos.
- Está pronto a llegar Antonio Madrigal. Es el crítico de “Las Musas”, la revista cultural. Es un gran escritor y tiene un programa de radio.
Las losetas enceradas resplandecen. Observo a la mujer, con la taza de té blandiendo en el aire, corriendo tras su marido. Don Federico bebe de un sorbo lo que queda en la taza, luego rocía algunas gotas de agua sobre los helechos y se queda quieto, un poco sorprendido por el silencio del entorno, toma uno de los libros de la puerta junto al corredizo y se aleja pausadamente sin escuchar a su mujer. Reaparece en el jardín, tapado por esa sombrilla que sombrea el vitral. Un pájaro rojo con las alas abiertas apoyado sobre una mesa de mantel blanco amarillento vigila mis movimientos, es un ave de rapiña aprisionando a un conejo; una estela de humo recorre la superficie del piano. Ahora solo tengo ojos para esos muros blanquecinos y para aquel quijote broncíneo sobre una antigua repisa de madera. Estoy medio muerto, nervioso. Abro bien los ojos para reconectarme con las cosas, todo tan perfecto ordenado, las luces chisporrotean en el corredor, la gente de la calle murmura, masca, hiede, dentro rigen esos viejos aires donde solo yo me manifiesto imperfecto, frágil y a punto de morir. Sobre mis escombros, Alexis trata de hilvanar algunas frases: “Madrigal es un crítico riguroso, a veces cruel, pero tiene mucho poder, las editoriales siguen sus dictados como si fuera el gurú de la opinión literaria. Él decide quién entra o sale de El Círculo. Está organizando un taller literario en La Católica para este verano en el que deberías estar”.
Como una reverberación la voz de De Losada invade la sala una y otra vez, por ratos es un rugido acompañado de un soplo de aire delgado y seco, de ese aire que ya parece escasear. Tengo los pies helados y no me atrevo aún a pronunciar una palabra. Alexis se encarga de todo. “Madrigal cortó el pescuezo de Juan Honores, el novel narrador costumbrista. Lo acusó de carecer de técnica”.
- Me apena mucho lo de mi esposo, yo hubiera querido…
- No se preocupe señora, suele ocurrir, además Don Federico suele estar muy ocupado y ya es bastante con que nos haya dado un par de minutos antes de la reunión semanal del Círculo.
Coloqué la vista nuevamente sobre el cenicero negruzco, el único rastro que queda del gran escritor, una humareda constante y un olor concentrado de tabaco y cartón me ahogan por momentos. La lavanda de sus mejillas aun vuela sobre los contornos.
Las llamaradas azules de la chimenea proyectan su luminiscencia sobre el techo inmaculado de la sala y sobre el marco del estudio del escritor. Quisiera acercarme más y profanar ese recinto, ese cuadrante blanco y gris sobre el que se extienden las letras de la próxima poesía del creador. Tamborileo los dedos en los bordes de caoba del sillón. Alexis me observa sin atinar a decirme una palabra. Sus ojos sobre las brasas dan la impresión de una gran desolación.
Reparo que la doña me ha servido tostadas calientes con mantequilla derretida y, junto al té, un refresco anaranjado verdoso que apenas me atrevo a sorber. El claror de la luna se hace más intenso y atraviesa el vitral hasta dibujar nuevas sombras en el parquet. La noche se vuelve profunda como una cueva. El viejo permanece allí, inaccesible detrás del vitral, ligeramente iluminado. El timbre suena de pronto como un chillido de ratas. Antonio Madrigal asoma, usa unas gafas delgadas que ensanchan sus ojos azules y profundos.
- Él es Alexis y él es Diego Carranza, te hable de ellos –dice Ana.
- Ana me dijo que escribes–dice, amplificando la voz.
Asiento con timidez. Madrigal nos observa con atención, como repasando cada pliegue de piel.
- ¿Te has preparado para la prueba? –pregunta Madrigal.
- Sí–digo, alzando la voz.
Pronto llegan Ulises Subieta, Alfonso Marino, Enrique Plasencia, Luis de La Salle, Sebastian Rosales, Elena Domenick y Gregorio La Rosa. El viejo los recibe con gran pompa, tiene otra actitud.
Me siento con sigilo, incómodo por la mirada escrutadora de Don Federico. Un señor muy gordo y engominado inicia la sesión narrando en cada detalle y de memoria las peripecias de Paula, la protagonista de su más reciente cuento. Una señora de cabellera incandescente, con sonora cadencia, recita sus versos ante la algarabía del renombrado crítico, que parece alelado por las virtudes líricas de sus invitados. Cuando me llega el turno, quedo pasmado y me excuso de recitar.
- Hable, hable -alienta De Losada- sino llévenlo a la habitación de las letras.
Antonio asiente y advierte que la tradición, el rito iniciático en El Círculo consiste en la demostración de las habilidades creativas. El hombre me extiende un cuaderno vacío con cuadriculas. Le hace una seña a Enrique Plasencia, quien pronto me conduce por un corredor hacia una habitación. Ana se encarga de señalar la ruta ante la adusta mirada de su marido.
Tomo asiento en una silla de madera y plasmo algunas líneas. Hojeo las primeras páginas vacías con desazón. Escribo una frase. Reparo en las ligerezas del lenguaje. Opto por una letra menuda y corrida. El lápiz me inspira más que el golpeteo equidistante de la máquina de escribir. Las notas van adquiriendo nuevas grafías, la letra se torna en desmesurada y el texto es invadido por un extraño caos.
Reparo que al lado han dispuesto la presencia de otra vieja Remington. Abandonado el cuaderno, tecleo cinco páginas y tramo la estructura del soneto. A lo lejos se oye la voz de Don Federico dictando cátedra de literatura de la Generación del 50. “En el Perú no se ha producido buena poesía desde hace tres décadas. Mierda, todo es mierda después de Hora Zero. Allí se quedó todo”. Borro, retomo nerviosamente la escritura e invoco a los fantasmas de rigor, a aquellos fantásticos seres que provean a mis manos de esa energía sobrenatural que pueda descubrir a los ojos de los hombres, recuerdo los versos de San Juan de la Cruz, llamo a todos los espíritus y vuelvo al intento inicial desde mi cuarta página en blanco.
“La vida es un puente roto”, escribo. Por ratos parezco ser dominado por otra voz, como si un creador puntilloso dominara mi pluma y me ordenara escribir lo que habrá de venir. Deslizo mis dedos voladores por dos páginas consecutivas sin leer una sola palabra, presa del temor. Dos sonetos. Vuelvo a garabatear sobre las letras y toco el espacio del abismo. Puedo distinguir un espejo, mi rostro amoratado, cubierto por un ramaje de venas encima de los ojos. Es inútil.
Todo es más claro y cercano aún desde lejos, el tintineo de una cucharita sobre una taza, el timbre, los bocinazos, los rumores ahogados del tráfico, todo es el juego de una prolija y altisonante conspiración. Soy un moscardón atrapado en un frasco. Ellos son mis captores.
Escribo en un pliego de papel lo que minutos antes había anotado en una servilleta con un plumón azul y un poco antes en la Remington. No logro contener mis pensamientos, ellos me abruman sin concierto. Madrigal me alcanza un café muy cargado y caliente.
Me cubro con un mantón tratando de disipar todas las brumas. Enciendo la bombilla y tomo el soneto para volverlo a leer, “sonoro ritual de crepitaciones, odio”, es como si intentara convencerme de algo.
Luego de escribir el cuarteto, retomo la lectura y vierto el café de la cucharita en mi boca. Borro dos líneas y me monto sobre las teclas: “Apelo a su piedad”. Una sucesión de desgarros me quema los intestinos, el corazón me late a mil. Por ratos parezco sacudido por el espanto de un mal sueño. La voz de Don Federico, más animado, resuena por todas las habitaciones.
Me recuesto en el ventanal para no mirar mi cuerpo abatido y frágil en el espejo frente a la mesa. Garúa y el parque se recarga de tinieblas a esa hora. El Jesús de la rotonda se cuartea. Las deformidades del parque me impiden divisar el final de la calle. La imagen del Cristo luce a oscuras sus tenues filamentos, es aluminio, un metal oscuro sobre una piedra cuya inscripción es ilegible a esta distancia, a la luz de una vela que se difumina en su base enfilan algunos maceteros. Rezo mientras puedo, guarecido en el ventanal. Atisbo los puntos de mugre en el techo, doy forma a las múltiples telarañas que me rodean, la lámpara de metal me cubre con sus claridades, por ratos divago y por ratos ensayo mi mejor plegaria.
Escribo con lápiz unas líneas adicionales, pero las borro y rehago el texto suprimido. Añado un párrafo en un papel en blanco. Al terminar la última letra empuño la hoja, la estrujo y la echo al tacho para luego proseguir. Cedo a la fuerza del agotamiento, cierro los ojos, me alzo contra la inercia, coloco cuidadosamente las cosas de mi alforja sobre la mesa para emprender un nuevo intento de escribir, esta vez bajo los relumbres de una lámpara de metal. El campo de batalla se torna intenso y el aire irrespirable. El reloj continúa su marcha.
Me llevo una menta a la boca y trato de dilucidar el último tramo. Tecleo, al final, con mayor fuerza, tratando de imprimir cada letra en el papel que ya reta el peso de mis párpados.
Madrigal asoma nuevamente para cerciorarse de que he culminado mi encargo. Caminamos por aquel corredor hasta la sala, donde los rostros me observan imperturbables, dispuestos a examinar mi creación. Me siento con una ligera torpeza, casi ladeando la silla y golpeando al contertulio del lado derecho. Finalmente leo casi sin respirar.
Guardo silencio unos minutos mientras Antonio Madrigal me observa con los ojos bien abiertos, lívidos. Me aplauden, es un aplauso agitado. De Losada me anima a seguir y tras tres sonetos, remato la jornada con uno más, acezante, extenuado por aquella tensión inicial.
- Este se titula “neblina” –advierto antes de leer.
Miro a través de una ráfaga violácea que cruza desde el tragaluz el rostro impávido y siempre marcial de aquel retrato que cubre el espacio entre dos columnas de madera, como un altar mayor que esparce sus efluvios sobre toda la sala, Federico de Losada, el poeta mayor y su clásico pañuelo al cuello, anudado con una pretina azul y esta vez en la cabecera de la mesa observándome extasiado. Las cejas tupidas y esa línea honda formada en el entrecejo. Al lado, Eliot conserva la serenidad dictando las pautas de esta escuela clandestina donde reinan los muertos sobre los vivos. Byron, Manrique, los clásicos del siglo de oro español y una recatafila de papeles enmohecidos sobre un piso de la estantería, que sintetiza la historia del Círculo desde su creación en 1903.
- Tienes un estilo bastante similar al de Antonio Machado, esas elucubraciones fantásticas, ese ritmo.
- Seguramente –digo, apretando las mandíbulas.
Un punzón socava mis intestinos. Bebo unos sorbos de Pisco de la última copa que queda junto a un plato repleto de mendrugos de pan. Abro una cajetilla de Marlboro y entresaco un cigarro que Madrigal rechaza. Soy un roble cargado de alcohol y nicotina. Nuevos invitados comienzan a colmar la sala de estar.
Me pongo de pie a duras penas y camino tambaleante hasta el corredor que da a la sala. Miro mi reloj, es tarde. Me escondo en el baño, Madrigal no tardará en ir tras de mí. Busco entre mis cosas la poesía de Jacobo Guerón, un poeta argentino de culto, conocido apenas por algunos iniciados de la poesía bonaerense de mediados del siglo veinte. Alexis Rubianes me había obsequiado aquel libro en su último cumpleaños. El gran Guerón produjo artesanalmente su libro para los alumnos de su taller literario, entre ellos Cesare Di Roma, amante de Alexis.
Me acomodo la corbata, bebo del agua embotellada y enrumbo nuevamente a la sala. Ulises Subieta me hace señas para que pase. Tropiezo con una caja y luego con una repisa que se precipita al suelo quebrándose con las losas.
- ¿Estás bien? –pregunta Madrigal.
“Los he engañado”, musito solo para mí. Recito nuevamente aquellos versos de Guerón. Leo cuatro sonetos que impactan en el oído de mi audiencia. Nadie ha leído a Guerón. Alexis parece encrespado, boquea. Los críticos Juan de Avellaneda, Carlos Sifuentes y Augusto Melquiades Rocha deliberan sobre la calidad de aquellos poemas.
- Estuve muy inspirado –digo con la boca trémula, mientras bebo el café amargo que Doña Ana me ha servido.
- Debo admitir que usted es un gran poeta –dice Madrigal.
Me pongo de pie nuevamente y camino al baño, pero me desvío hasta la cristalería. Descubro entre la alacena de barniz oscuro una manzana empapada en un plato de plástico. Me sirvo, degluto con suavidad. Tomo una copa de coñac a medias y bebo hasta la última gota. Recuerdo el acantilado y los robles macizos que enfilan por el malecón y con ellos las letras de aquellos versos esmirriados, famélicos e insustanciales que escribí y luego quemé en una pira fantasmal que aún crepitaba. “Poeta condenado a la derrota”. Bebo, finalmente, de la botella verde y me refugio en la cocina, al margen de todos, lejos de la mirada de Madrigal.
El corazón me bailotea y un hervor quiebra mi garganta, centenas de hormigas desfilan por mi brazo como en una procesión de ánimas. Cierro los ojos con pesadez. Todos me miran. Plasencia me observa, tantea la velocidad de los latidos que martillan mi pecho.
- Ha bebido demasiado –espeta.
- ¿Quién puede llevarlo a su casa? –interroga Madrigal.
Todos guardan silencio y la mayoría empieza a tomar distancia, a dispersarse o a despedirse. Cuando la casa se queda vacía Don Federico me recrimina con dureza.
- Este es un lugar serio, no es una cantina.
- Mil perdones –digo tratando de calmar su ánimo.
El viejo De Losada hace una pausa, que se prolonga por algunos minutos.
- ¿Has leído a Guerón? A ellos puedes haberlos engañado, pero no a mí. Cuando viví en Buenos Aires traté a aquel poeta, me mostró sus obras. Sé que publicó apenas cien ejemplares de un solo poemario. Yo adquirí uno de ellos. Reconocí sus versos.
El mareo amaina súbitamente y un golpe seco trona en mi cráneo.
- Lo siento –digo, sin poder contener el aliento – le ruego que lo mantenga en secreto.
- Pobrediablo ¿Qué gano yo con delatarte?
Un halo cubre mi cabeza filuda y ágiles insectos hacen círculos sobre mi cuerpo.
- Gracias–musito antes de despedirme.
Boletín del Círculo Literario. Enero 15 del 2014. Escribe: Antonio Madrigal. Edición de aniversario:
“Creíamos encontrar a una promesa y hallamos un fiasco en la reunión, aniversario glorioso, del círculo poético. Diego Carranza, aspirante aunque maduro, recitó, campante, algunos versos del argentino Guerón. Creyó que nadie descubriría la autoría, pero el instinto y la dilección de Don Federico de Losada por el bonaerense fueron también el final de Carranza, este es el debut y el final de un autor que no produce, que no es nada, que nunca fue ni será nada y al que no nos referiremos más en las siguientes ediciones. Un vulgar ladrón de versos. Esta advertencia sirve para alertar a los jóvenes y no tan jóvenes que la creación es de una minoría selecta que es la que tiene el divino encargo de elaborar las letras que subvierten el orden de la medianía. La lección es que no todos los que gustan del arte pueden hacer arte y que el vulgo tiene infinitos campos para la obra, desde el Derecho a la carpintería. Escritores al papel, zapatero a tus zapatos”.