Aquellas pequeñas grandes cosas
Vivo como todo ciudadano prendido de los avatares políticos y lo que asoma hoy es el debate pequeño y las vicisitudes que parecieran reeditarse como una constante o una rueda.
Prefiero aligerar mi carga con las grandes cosas. Y hoy te voy a hablar de ellas. A tí, sí, a tí que las requieres como una fórmula de la felicidad.
Las grandes cosas están habitadas por el espíritu, por la grandeza, por aquello que torna la vida en digna y excelsa.
Pienso en Epicuro y la ataraxia, la paz interior, que se parece mucho a la iluminación de Gautama; me encanta colmarme de la angustia unamuniana que, de alguna manera, es una sed de trascendencia y, por tanto, de Dios. La sed de lo absoluto robustece los pilares que sostienen la existencia.
Me importa más y aún en su lejanía, la humildad pedestre de Diógenes el cínico mostrando su irreverencia frente a Alejandro el Grande. La independencia personal es una buena fórmula para no esperar nada de nadie ni turbarse frente al la helada indiferencia del otro.
El amor por las letras es la otra senda al paraíso. Me fascina Azorín y su palabra magnífica y sencilla a la vez, tanto como la poética prolija de la Generación del 27 español.
¿Cómo no estremecerme frente a los versos de Gil de Biedma o de Pessoa, derrotados pero sublimes? ¿Cómo dejar de embelesarme con la cantata 147 de Bach en las bocas melódicas de una decena de niños que me conectan con Dios? ¿Cómo no buscar a Martín Adán en el mar, que sintetiza su biografía o desprender de mis oídos el “Sueño de Amor de Liszt”, que es un sueño lúcido y siempre en vela? ¿Cómo no soñar con las hadas o los bosques mágicos de los relatos infantiles y no pretender persuadirme como un loco de su realidad?
¿Cómo descender al infierno de lo prosaico frente a la magia musical de Verdi o la gigante historia de Víctor Hugo, que debió ser la historia real, lejos de las intrigas del pequeño Fouché y de la pequeña política? Porque las novelas amplían la casa de nuestros sueños y prolongan la vida.
¿Cómo no conectar el bello ocaso barranquino con un poema de Sologuren o contentarme apenas con serpentear sobre la tierra frente a la mística lírica de una elevada y culta Sor Juana Inés de la Cruz?
Digo, lo pequeño puede ser relevante y muy actual, pero en lo universal y esencial es que reside la grandeza y lo sublime. Si crees que mi novela por venir se restringe a la violencia histórica, yerras de la raíz. Si de novelas se trata, poco me importa (como conversaba hace unos días con Oswaldo Reynoso a partir de una entrevista) lo que se agota en el tiempo y en la coyuntura. Toda novela que vuela en el tiempo y lo supera es una afirmación de la belleza, el amor, la grandeza, el heroísmo, el sacrificio y la esperanza, es decir de aquello que nos es universal y sin tiempo. De eso también debe tratar la vida.
¿Cómo no creer, por sobre todo, en el amor que se hace silvestre en Neruda y adolorido en Nervo? ¿Cómo no conmoverse frente a dos ojos que se miran con relumbre hasta abrazar la tragedia? ¿Cómo no celebrar a Proust que rescata la memoria y derrota al tiempo con su precisión y paciencia? ¿Cómo dejar de lado la humildad socrática o el ingenuo ideal platónico o acaso la serenidad del Tao y las nobles paradojas del Oriente? ¿Por qué despertar de la extraña lucidez de un Quijote que, a la inversa, cree que la vida real habita en la literatura y en las letras? ¿Por qué cargar de realismo lo que tiene de ilusión feliz o de esperanza bruta o imposible? El Quijote no muere cuando el corazón se detiene en su pecho sino cuando recupera la razón para ser nuevamente Alonso Quijano, y ser Alonso Quijano me importa tan poco como creer, con real pasmo, que la Dulcinea es, en realidad, agreste como las montañas accidentadas que remontan el verde valle de la belleza.
De eso se trata leer a Faulkner, oir a Massenet o capturar el paisaje de Van Gogh y perderse en ese fascinante mundo que el hombre creó para resistir al mundo.