Ulises y la nueva Odisea
La Odisea entusiasma porque me suena a un largo viaje y a una angustiante búsqueda de retorno a casa. Escribí este breve poemario para quien guste de los poemas y al que titulé: “Camino a Itaca”. Para ustedes, que a diario me siguen.
Canto I
La primera peregrinación me oculta
de tus labios,
lejos, en las remotas aguas de Ogigia.
Levanto mis templos en la orilla
para elevar el altar del fuego
del deseo.
Me purifico en el aliento volátil
de la sangre que derramo
con mi daga.
Calipso, hija de Atlas,
yo cargo el mundo en mis espaldas.
Déjame beber de tu vaso el líquido
de las ceremonias.
Para verte me he vestido de marinero,
viajé desde mares encrespados
retando a los monstruos de la noche.
Lejos de casa nada es igual,
lejos de la ceremonia de la muerte
al borde de un acantilado
nada es igual.
Las prisas me salvaron
y tomé distancias de la sombra.
Ese es el peregrinaje que me llevó
al reino de la ninfa.
Ella me dio la copa sagrada
de Juvencia
y la inmortalidad en un abrazo.
Zeus en el poniente dorado:
Adónde iré a parar.
Canto II
Y mientras devoro las profundidades
te viertes como un contenido,
Desatas tu cuerpo sobre las parihuelas
del puerto.
De otro, serás la amada de A Jezabel,
el magno de Oriente,
que volcó todas mis naves.
Pero para el espejismo
siempre hace falta un libro.
No serás la piel que habita
la desnudez de Arión.
Suelta e inclinada entre los montes
tampoco me habrás de aguardar,
como no aguardo yo el retorno
de las furiosas tempestades.
Lejos de la isla helada
y de sus fatuos calores
he llegado a uno de sus confines.
Y mientras contemplo
la luminiscencia de las constelaciones
me guía la rosa del sur
lejos de tus ojos.
Canto III
Fiero Poseidón no insistas
ni vomites los truenos sobre mi barca.
Fui no más que un madero áspero y hueco,
el callado fantasma de las sombras.
No fui el semidiós del que presumía mi padre
ni acaso la silueta imperceptible.
Escribí muchas cartas sin respuestas,
toqué muchas puertas selladas
fui el hijo invisible de una visión.
Tu venganza ha consumido todo a mi paso.
Leucótea me protege de los fríos polares
porque en las remotas estancias
siempre hay un mensajero
que te tiende una manta.
Polìfemo no volverá a ver
la medida de los océanos
ni los colores sustanciales.
Libérame, demonio incesante,
de quien me aguarda en Itaca.
Canto IV
Aquí me quedaré,
edénico sino,
aun naufrago al sol
o cuerpo yerto en una colina.
Por más que se calcine la dermis
y se deshagan las fibras de mi fuerza.
Abrigadora es la hospitalidad de Nausícaa,
bello ramo alado que toma mi cuerpo.
La anémona me recuerda a los viejos jardines
y las violetas: al viento de Fatahal.
Yo Ulises, me proclamo el héroe
que contempla el agua sobre el vacío.
Me han provisto de un cuerpo nuevo
para zarpar
y no volveré.
No tornaré a la empuñadura
si preciso del viaje,
y de la lejanía
para respirar de tu ausencia.
Dorada cloris que pronuncia mi nombre
desde la remota Itaca,
no volveré.
Hoy he venido a morir
del otro lado de las palabras,
lejos del idioma
y de las castellanas simbologías.
Canto V
Alcínoo tiene una ofrenda,
la más bella de las estatuas
que mis ojos celebran,
que mi boca celebra,
que mi sangre contrasta
con los filamentos helados de la muerte.
La tumba del poeta se levanta en una isla remota,
me dice la piedra caliza que reluce y vocaliza
los preámbulos de la nueva vida.
Agradezco al rey la esencia del cordero
y el vasto sacrificio de sus manos,
pero en occidente fulge
la boca y la cabellera
de la amada que perpetúa mis cantos.
Ella aguarda.
en el puerto,
envuelta en una neblina azul.
Canto VI
No es verdad, no te esperan – dice el buen dios.
Lustro mis ojos para ver el horizonte y el puerto,
comulgo con los calendarios.
Pendo un abrazo del ojo mágico,
sí, poderoso Zeus,
los puertos de Occidente se han hundido.
Los cicones y los lotófagos
me oyen,
los cíclopes vuelcan su ojo único
y prolongo mi relato hasta el mediodía.
No abandones la ruta,
dice Alerión.
El loto triza el vaso que contiene el sueño.
Allí, entre alhelíes y yermas quedaron
los mares del sur.
No desprendas tus ojos del libro.
Me aguarda un fantasma en Itaca, insisto.
El viento murmura una risa y
en la caverna Polifemo habla con los muertos,
mastica las venas de mis compañeros.
Su rostro es una catedral de piedra
que a palos cargamos
en la estruendosa furia de los vinos.
Canto VII
Circe, rehace mis velas.
La enfurecida hora de los destacamentos
ha dado principio.
Nos ubicamos en los tramos del laberinto.
En el corazón de la maga
rutila otro corazón
y otro corazón esboza una palabra
al viento
dentro de otro corazón.
Hechicera de las múltiples cajas,
cada una con un secreto,
despierta en este héroe de palo
el sublime encanto
de tu melodía.
Que mis ojos aprisionen tu lengua,
que mis manos surquen el lago
de tu piel finita.
En tus caderas mueren los embarcaderos,
Fenicia nace en el medio de tus ojos.
Pero los amores esenciales
se suceden entre cantos celestiales.
Y ella no habrá de venir.
Nadie contiene mis prisas
cuando pienso en una colina y una cruz
en el centro de Lima.
Allí me esperan ignorándome
las cabelleras del sol
y la boca de metal que nunca pronunciará
mi nombre.
Me aguarda un revólver y un chasquido,
las dimensiones de un
amor animal
y las bestias que sin bondad
mirarán a través de mi cuerpo.
Canto VIII
Desciendo al Hades.
Ignoro si es aquel el destino de mi viaje.
Digo,
en el palacio de las equivocaciones,
podría ser que esté escrito
el libro de la muerte.
De nada servirán tus ojos
que visitarán la luna
hasta sorber de los vientos divinos.
Constato, fiero, en la morada de Tiresias,
que anuncia los malos vientos,
las marejadas insomnes
del tiempo.
No he de volver,
Itaca se aleja de mis brazos,
como los besos de cereza
de una boca
y el pie del agridulce limón.
Melancolía.
Canto IX
Escila y Caribdis.
Solo pende cruzar la recta,
y para ser más precisos,
en los arrecifes falta una ruma de fe.
El cielo celestea la nave
que vuela como un pájaro en la noche.
Díganme que no volveré
o que al volver, los ojos de la dama
serán las flechas que se hunden
en mi costado.
Oxida la tarde
y la tierra se ensancha
cuando la memoria transige con el deseo.
Canto X
Canto de sirenas,
música de los azules hados.
Me aproximo a la ciudad de los puertos
y las odiseas marinas.
Me habrá de aguardar un sauce viejo,
la senectud toca las fibras del viento
y tú no estás
sobre los varaderos.
El mito del tiempo destruye mi memoria,
y vuelvo a mi corazón
como pulpa latiente
debajo de una luz espectral.
La bala reluce mi sangre sobre una bandeja.
Antonio me habré de llamar
mientras aguardo la voz de
una lacerada senectud.
Luciérnaga que habita los montes,
mi cuerpo se triza como un vaso,
es la hoja que se vierte
en una yerma,
que se parte en mil.
Y en la multitud de una calleja que me aguarda,
Itaca revolverá las voces de sus muertos.
Así he de morir
mientras tu enhebras los bosques
y pergeñas mi morada mineral.
Retorno al fuego de las entrañas.
Trazo una rosa en el aire espeso
y las aves del crespúsculo, sin piedad,
pronuncian tu nombre.
Para morir tus ojos y tu caligrafía,
la melena de un álamo en el Otoño.
Eso es todo,
Itaca, cueva de silencios cavernarios,
de estepas que se prolongan sin fatigas.
Cierro el libro.
Canto XI
He vuelto
con los pies escarmentados
a la habitación tortuosa de los viejos amores.
Los hombres levantan los himnos
de mi regreso.
El cielo balbucea frases inconexas,
anidan las antiguas profecías.
Ulises no ha vuelto,
Ha vuelto Antonio, claman los pájaros con su efímera voz,
y mientras tanto tanteo
en las penumbras de mi propio rastro:
soy el indigente de ojos plomos
que merodea el palacio con harapos.
Mujer, que teje y desteje
la memoria,
he llegado para habitar mi propia sombra,
para alzarme con la victoria en el innúmero juego,
solo sorbo el trago amargo de mi derrota.