El hombre que vive
La vida ideal no es la del hombre común, que se las agencia para sobrevivir, sino la del hombre que vive. Hay una diferencia esencial.
El hombre que sobrevive teme, huye, trata de no ser aplastado por la realidad que se le impone, aunque la fuerza de gravedad siempre le sea insuperable.
Debe mantener la quietud, colocarse el yelmo o la escafandra. Y en el fragor de la batalla, buscarse el pan. Se limpia el sudor bajo el calor infernal de una máquina, vive del día a día, padece de falta de certeza.
No tener un ingreso estrangula su futuro. Si es capital no la puede perder en el empeño de arriesgar; si es quien provee no puede lindar con la enfermedad o el ocaso; si es quien se entrega a la obra no puede dispersar el objeto primordial de quienes sobreviven por él. Lo suyo es trajinar, tantear, inquietarse, respirar, ceder, y combatir a la enfermedad, la pobreza, la vejez o la muerte.
En la otra orilla, el hombre que vive es el que disfruta del instante que tiene por transcurso, que se deleita del bocado o la fragancia, del paisaje o de la luz. Vivir es carecer de cargas, es la libertad pura, es ser (sin el imperativo de parecer), es el lujo de ser huraño o cavernario, grosero, grueso, aparatoso, ceñudo. Tiene por solvencia un paraguas o un colchón.
El grueso de la humanidad sobrevive porque si cae, cae mal, de bruces sobre plano sólido. Pero, por fortuna, en ocasiones se da espacios para vivir (que no dije “sobrevivir”). Goza, ríe, sueña y se encanta, que si de sobrevivir se tratase y no más, la existencia se extendería llana como un desierto uniforme y extenso, sencillamente infernal.