La deconstrucción del amor
No sé si sea esta la deconstrucción que hace Derrida o la simple definición del diccionario. “Deconstruir” es “Deshacer analíticamente los elementos que constituyen una estructura conceptual”. Deconstruir es volver a cero, pero ¿Se puede deconstruir el concepto del amor?
Me refiero, desde luego, al amor erótico. Me llevó tiempo persuadirme que todos los conceptos de amor con los que jugamos en la civilización se vacían de contenido con un sencillo análisis. Desde Epicuro a Foucault, pasando por el estudio del origen de la familia y la mitología, el amor erótico no es lo que creemos.
El hombre busca al ser exacto que encaje en su vacío, la medida debe ser precisa como sus características. Si la mitad se completa: la plenitud, la felicidad excelsa empieza a comulgar con la realidad, somos felices. Cuando aquel milagro ocurre la tendencia que sigue es la descomposición. El amor erótico se convierte en otra cosa. Dependiendo del cuidado del vínculo, el amor derivará en fraternidad, parentesco, empatía, tedio, odio o lejanía . Ignoramos al principio que al completarnos con el otro ser hemos saciado temporalmente una necesidad muy nuestra, hemos vencido (en términos de Fromm) la angustia de la “separatidad”, de esa soledad abrumadora con la que llegamos al mundo y con la que nos habremos de ir. Pero si el egoísmo y el narcisismo rigen el patrón de un encuentro tan sublime ¿Dónde queda el otro? El amor se torna en propiedad, en una búsqueda de nosotros mismos donde el otro, precisamente, queda relegado. Por eso “si quien yo amo no me ama, habré fracasado”.
El ágape cristiano tampoco nos da una seña del amor erótico, porque de subsumirlo, lo convierte en desposesión y vaciamiento. Es el amor sin posesión del otro, que está dispuesto a perder. El “no prendimiento” impide la fusión erótica de la doble entrega, la llama doble que se vuelve una. El amor erótico es fusión de complementos sin vocación de propiedad ni permanencia.
El amor tampoco es sexualidad, materia que escapa de toda metafísica y de toda institución. Tampoco es matrimonio por que no nos fuerza. El contrato es la institucionalización de esa propiedad que no es el amor. El amor está por encima de la ley y de la ética. Tampoco es la reproducción. No es la pasión desbordada del Fedro platónico, esencia de una la locura engañosa. El hombre puede sucumbir frente a una ilusión. La belleza, la simpatía, la complicidad, el dominio protector pueden proyectar las formas del amor, pero no su sustancia.
Y así llegamos a nada. El amor no tiene un concepto o…¿Quizás lo tiene?
Probablemente y dadas las experiencias observadas y la indagación libresca, el amor tenga como eje una fusión momentánea y que por tal sea una posesión y una desposesión a la vez (nunca una propiedad). Es una posesión que se sabe temporal, sin los visos de perpetuidad de la propiedad. “Te tengo hoy, pero no eres mía”. La paradoja no es difícil de entender si es que asumimos que el amor está condenado a su temporalidad, a desaparecer y que su sino no es construir nada que no sea su propio goce, uno que solo se vive aquí y ahora, en un presente continuo cuya riqueza es precisamente la brevedad y la grandeza. Es una conciencia compartida de entrega plena y de final a la vez, de llenura y vaciamiento, de vida y muerte. El amor es eterno, pero no dura, como el instante que trasciende y que sintetiza una eternidad.
El amor no vincula ni institucionaliza. Más aún, no requiere de la física corporal para existir, el sexo es un condimento, no un requerimiento. En ocasiones, el amor puede caber bien en el disfraz de la más pura amistad. Un amor temporal, abiertamente platónico y fundamental puede ser la medida de todo el erotismo. El deseo satisfecho puede enriquecerlo o destruirlo. Esa podría ser la más acabada y pura definición del amor.
La felicidad es siempre una suma de episodios plenos (que por episodios, resultan breves), una sucesión de tramos refulgentes entre grises interludios.
Si usted no cree siquiera en esta última concepción, el amor entonces será solo el más esplendoroso y sublime mito de nuestro tiempo, la heroica ilusión de la poética; una afirmación, desde luego, difícil de aceptar.