Minoría
¿Quién le concede fama a un escritor? ¿Por qué algunos escritores trascienden? Son preguntas que me han inquietado por mucho tiempo y siempre llego a lo mismo. No es la masa, en ocasiones solo basta la palabra de un crítico influyente que corre como la tradición oral en el pequeño ámbito de las minorías que se suceden en el tiempo.
He leído decenas de historias tratando de encontrar la raíz común de la fama literaria y siempre vuelvo a lo mismo, es el influjo de uno o dos o tres que transmiten su impresión a la élite cultural, que es la que, a su vez, convierte en tradición lo que era en un principio el parecer de uno o dos o tres. En la literatura como en la vida rige la percepción fácil, por tanto, un crítico o escritor influyente podría jugar con un nombre y lanzarlo a la cúspide de la gloria, acaso por capricho, simpatía, burla o amistad. A veces importará poco la calidad de la obra, muchas la fuerza y entusiasmo del hondero.
Será el tiempo el que lleve desde el umbral de la élite hacia el meollo de la masa, el nombre del autor y de su obra. Sologuren y Eielson capturarán el común como lo hicieron Valdelomar o Vallejo. Es una cuestión de tiempo. El común tiende a aceptar la verdad supuesta que los sabios le transmiten. La masa no cuestiona, lo hacen los menos. Socavar la textura de cualquier libro es fácil y me ha tocado leer críticas demoledoras cuya calidad estaba por debajo del nivel de la obra críticada. Llámelo sofisma, encantamiento, falacia, envidia o como guste. Me ha tocado también revisar obras que en consenso de la crítica son fascinantes, pero quien preste más atención podrá hallar huecos y sobresaltos, excrecencias y sobras, ruidos y discordancias. No hay obra perfecta y menos aún autor perfecto. Ningún autor es homogéneo en su conjunto, todo balance es una suma de altibajos. Prefiero hablar de buenas obras antes que de buenos escritores y, a veces, de buenos párrafos o estrofas.
Tampoco creo en la justicia plena de los premios. Grandes cuentos (que me ha tocado leer), escritos por brillantes narradores han competido con sus mejores luces en los más grandes concursos. Sin embargo, varios o acaso muchos de ellos no tocaron siquiera el escalón secundario de una mención honrosa. Grandes manuscritos de anónimos concursantes terminan en papel quemado. Muchos Gabo sin nombre en las marquesinas, multitudes de genios (en el decir de Pessoa) se quedarán en el camino alimentando el almacén de las oportunidades perdidas.
Desde luego que la esperanza puede anidar en la posibilidad que uno solo de los escritores o críticos influyentes lea el escrito derrotado. Por lo general, la posibilidad es escasa, depende del ánimo, tiempo y la disposición. Toda sombra sin rostro es insignificante como todo nombre sin implicancia.
¿Y si un escritor anónimo gana un concurso? Gané en el 2010 un Premio Nacional de Ensayo y creí que el mundo se abriría con toda su luz. No fue así. Me convertí, como tantos, en el difusor virtual de mi victoria, sin vivas ni comparsas. Pocos saben que gané. No puedo eludir el caso de algunos que logran victoria tras victoria en buena lid. Ellos, probablemente trasciendan. Conozco a un narrador que colecciona premios y es uno de esos pocos casos en los que el propulsor que lo lleve a la altura alguna vez será su propio talento. Vuelvo al ánimo y la disposición de la élite…
Muchos laureles se difuminan con el tiempo, otros consolidan su importancia ¿Por qué consolidan su importancia? Por lo mismo (y volvemos al círculo), porque una voz en la cumbre de la élite propuso como meritorio el premio y como bien concebida la gloria. En la literatura como en todo arte, los jueces mandan (a veces con justicia, claro está).
No obstante, quien quiera ser un buen escritor lo será aún a contrapelo del silencio denso de la minoría y de los jueces. Dije “buen escritor”, que no es lo mismo que “escritor reconocido”. He leído muchos poemas, cuentos y manuscritos, extraordinarias muestras de que la buena literatura no siempre logra el esplendor de la fama sempiterna. Quizás en el camino de la historia literaria hubo cinco Vallejos que no alcanzaron la vista de Estuardo Nuñez, cuyos nombres ignoramos; algún Vargas Llosa sin un editor interesado; algún anónimo Ribeyro que se quedó con sus hojas dispersas en el interior de su gabinete; un Kafka sin Max Brod o un Kavafis sin la fortuna de una gloria póstuma. Decenas habrá de Enes Enes con las luces para ganar el Planeta o el Alfaguara, pero sin las condiciones prácticas para hacerse del laurel o sin las ganas (prácticas también) de compaginar sus hojas, introducirlas en un sobre y llevarlas al correo.
Por eso mi fe en la literatura está más allá de los nombres y de las famas, está en la obra que leo y que finalmente juzgo por mi mismo, sin filtros ni sugerencias. He leído a consagrados que no pasaron la prueba de mi juicio (siempre subjetivo, por cierto y poco influyente además); he lamentado sus caídas entre libro y libro, verso y verso, párrafo y párrafo. He celebrado, también, a pocos narradores y poetas gloriosos. Me es más consecuente celebrar una novela o un cuento que a un escritor. Si de líneas rectas (sin subidas y bajadas) se trata, Ribeyro y Watanabe son mis más dilectos.
Escribo por la pasión de una mística o una inescrutable misión que me domina. No me obstino en la gloria, que es la elección de algunos, como lo es el silencio o el aplauso. Si se trata de monserga y de consejo, escriban por el deleite de escribir. Pero reconozco que es una batalla difícil de ganar. El aplauso nutre y, como a Pigmalión, eleva y anima. El silencio, que es su contracara oscura, más oscura aún que la crítica, desdibuja y distiende, mata el ánimo de escribir.
La trascendencia no le pertenece al escritor, es una elección de otros (no se trata de dilucidar si la obra es buena o mala o el ascenso meritorio, vale aclarar). La experiencia me dice que la gloria tiene el gen de la fortuna más que de la virtud y que el mérito no siempre obtiene justicia.