He conocido jugadores que vivían para entrenar. Uno de esos se llama Diego Forlán.
En 2004 yo dirigía al Villarreal B de España, a las inferiores, un club que tiene todas las facilidades para trabajar. Y sobre todo, visión. Habían comprado a Diego, del que yo tenía las mejores referencias, pero no podía debutar por un tema de papeles. Corría, hacía físico, entrenaba pero no podía jugar.
Un día hablamos en el club, me contó lo que pasaba, y me pidió entrenar también con nosotros. “Dale, cuando quieras”, le dije. Desde entonces, me tocó ver una faceta que había encontrado en pocos futbolistas: su obsesión para el entrenamiento. Se quedaba siempre dos horas practicando tiros libres, remates; pedía que lo acompañaran algunos chicos del equipo. No saben: tenía una patada terrible.
En esos meses que tardó su debut nos hicimos muy cercanos con Diego. Por eso, cuando en 2010 me tocó dirigir a la ‘U’, fue verdad que yo le comenté que alguna vez me gustaría que venga. “Chemo, cuando cumpla 35 años hablamos. Pero me encantaría”, me dijo. Los periodistas lo tomaron a la broma, creo. Y está bien. Si se hace algún día, para mí sería un lujo.
Nunca me sorprendió lo que hizo en el Mundial Sudáfrica 2010. Sus esfuerzos de todos los días, sumado al talento, hicieron de Forlán el crack que vimos en esa Copa. Jugadores así hay muy pocos en el mercado mundial y son un ejemplo para todos. Me gustaría que esta historia se tome como referencia siempre, sobre todo para los más jóvenes. Porque si el brasileño Romario es un crack natural, Forlán es un hijo del esfuerzo.
Y eso, siempre, tiene doble, triple premio.