David Pilling
Editor para Asia del Financial Times
Es fácil imaginar el descarrilamiento del tren económico de China. Cuando llegué a Asia hace 14 años, muchas personas en Japón, donde la economía era entonces tres veces el tamaño de la de China en términos nominales, predecía precisamente eso. Seguramente, razonaron, el sistema debe derrumbarse bajo sus propias contradicciones.
Era, después de todo, una economía dirigida por el Estado propensa a una mala asignación de capital y dependiente de inversión derrochadora. Tenía un aparato político represivo que gastaba más en seguridad privada que en la defensa nacional.
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El descontento con los funcionarios del Partido Comunista estaba creciendo, muchos de ellos estaban involucrados en la corrupción y en el acaparamiento de tierras en una escala épica. La economía estaba produciendo un crecimiento asombroso; no obstante, estaba envenenando el aire, el agua y, a veces, hasta a los propios ciudadanos chinos.
El análisis no estaba equivocado. La conclusión, sin embargo, que las tensiones inherentes llevarían a un caos social que llevaría al sistema a derrumbarse nació de una ilusión.
Esta teoría subestimó los logros del partido comunista en traer mejoras tangibles a las vidas de cientos de millones de personas. Subestimó, también, la fuerza de su mensaje patriótico: después de más de 100 años de humillación, China, por último, en las palabras de Mao Zedong, “se levantó”.
En lugar de derrumbarse, en cierta medida China se ha fortalecido. Su producción es más del doble de la de Japón. En términos de paridad de poder adquisitivo, superó a EE.UU. el año pasado, por lo que es la mayor economía del mundo. En sólo 15 años, su producto interno bruto per cápita ha pasado de ser el 8% del nivel de EE.UU. al 25%.
En Japón, muchos secretamente esperan que China falle. No sin razón, temen tener a un poderoso vecino vengativo con un libro de historia en la mano. Sin embargo, en América y Europa, también, muchos erróneamente han asumido que es un castillo de naipes.
Los libros que auguran el colapso de China han sido populares durante años. Pero es posible señalar los defectos y las injusticias del sistema autoritario sin predecir su inminente desaparición. En algún momento, el Partido Comunista cederá a otra cosa. Todas las dinastías fallan. Sin embargo, probablemente permanezca en el poder más tiempo del esperado.
El ascenso de China es el evento más importante de nuestra época. En las mentes de muchos occidentales, fue ensombrecido por la amenaza del terrorismo y por una revolución tecnológica que trajo los regalos binarios de oportunidad y destrucción. Sin embargo, las consecuencias de la renovación de una nación que posee una quinta parte de la población mundial serán profundas, moviendo el centro del mundo de occidente a oriente.
Económicamente, ya ha transformado las perspectivas de los productores de materias primas desde Angola hasta Australia, a pesar de la reciente caída de los precios de los productos básicos debido a la desaceleración de China.
Políticamente, ha cambiado los cálculos de casi todas las naciones. EE.UU. ha girado hacia Asia incluso mientras sus diplomáticos ponderan la continuada viabilidad de las garantías de seguridad incondicionales con Japón y Taiwán. Atraídos por el magnetismo de los negocios y el poder, el Reino Unido ha desafiado a Washington al participar en un banco chino diseñado para desafiar el orden de la posguerra personificado por las instituciones de Bretton Woods.
Hay riesgos en el ascenso de China. Se destacan dos. El primero es la guerra. El récord de la humanidad con respecto al ajuste de las potencias emergentes no es bueno. A medida que gana fuerza, Beijing no aceptará la “Pax Americana”, al menos en lo que considera su área natural de influencia. Las posturas de China y EE.UU. sobre las islas artificiales en el Mar Meridional de China son una señal de lo que vendrá. También lo son los ataques de nacionalismo airado dirigidos hacia Japón.
El segundo es el medio ambiente. Es comprensible que los chinos aspiren al nivel de vida norteamericano, con los automóviles y frigoríficos de tamaño americano. Lo mismo ocurre con 1,3 mil millones de indios, y cientos de millones más en Asia, África y América Latina. No está claro que el planeta pueda sostener tales ambiciones. Sin avances tecnológicos significativos -plausibles pero no predecibles- alguien tendrá que ceder.
A pesar de todos los riesgos, el ascenso de China debe ser celebrado. El Japón de la posguerra demostró al mundo que la prosperidad y la modernidad no eran del dominio exclusivo de los europeos y americanos. China ha demostrado que el éxito de Japón puede ser emulado, aunque aún no igualado, en una escala mucho más grande.
Este puede parecer un momento extraño para celebrar. ¿No se está derrumbando el modelo chino?
El crecimiento ha caído más rápidamente de lo que muchos habían imaginado. Podría caer mucho más todavía. Eso podría precipitar una crisis financiera. La deuda se ha duplicado desde 2009.
No fue difícil esconder las grietas en el sistema con un crecimiento de dos dígitos. Con un 3%, podría no ser tan fácil. Su fuerza laboral se está reduciendo. Su población está envejeciendo rápidamente. En solo 15 años, casi una cuarta parte de su población tendrá más de 65. ¿No parecen los agoreros adivinos ahora?
En realidad, China no tiene que hacerlo bien para cambiar el mundo. Debido a la magnitud de su población, si su gente alcanza la mitad del nivel de vida de EE.UU., su economía sería el doble.
Aquellos que buscan fisuras en el sistema de China las encontrarán en abundancia. Aquellos que creen que “la amenaza china” está a punto de desaparecer se sentirán decepcionados.