¿Cómo lograr que las personas que tienen que tomar decisiones en una empresa maximicen el valor para el accionista? Este es quizá el problema más complejo que enfrenta un gerente a la hora de conducir una corporación.
Durante décadas la receta de la economía convencional ha sido el alineamiento de incentivos. Para los accionistas, la compensación del gerente tiene que estar alineada con sus intereses. Para el gerente, la compensación entre áreas en la empresa tiene que estimular la cooperación y debilitar el comportamiento de silo. Para el líder de cada área, por ejemplo Ventas, la compensación de su equipo tiene que incentivar el mayor esfuerzo. Esto ha dado lugar a un sinfín de herramientas y prácticas de ingeniería de desempeño, que consisten en la definición de indicadores, sistemas de monitoreo y premios por cumplimiento para incentivar el comportamiento deseado.
Sin embargo, los resultados están muy por debajo de lo esperado. Desde la decisión de Blockbuster de no comprar Netflix hasta la decisión de Kodak de no explotar su tecnología de fotografía digital, abundan los casos de empresas que se metieron en desastres autogenerados por secuencias de malas decisiones.
Aquí entra la economía del comportamiento, una rama de la economía desarrollada por Daniel Kahneman, Amos Tversky y Richard Thaler, que complementa a la economía convencional al identificar las deficiencias que tenemos las personas para procesar información y tomar decisiones.
La explicación de Kahneman y compañía es que incluso si las personas tenemos incentivos alineados, somos presa de sesgos cognitivos que nos pueden llevar a tomar decisiones absurdas, y a que nos demos cuenta demasiado tarde.
Por ejemplo, la alta aversión al riesgo de personas en posición de poder en grandes corporaciones que se resisten a innovar tiene una explicación en la teoría prospectiva de Kahneman y Tversky. Esta sugiere que la posibilidad de perder lo que ya tienen (estatus, presupuesto, comodidad, etc.) pesa mucho más en su evaluación de la decisión que las posibles ganancias que obtendrían innovando.
Por otro lado, los casos de empresas que emprenden proyectos desastrosos que no rinden los beneficios esperados no siempre se deben a que el líder del proyecto no estaba alineado con la compañía, sino al sesgo del exceso de confianza. Este sesgo nos lleva a sobreestimar las probabilidades de éxito de un proyecto cuando nosotros somos los protagonistas.
La conclusión de la economía del comportamiento es que no basta con alinear incentivos –es necesario, mas no suficiente–. El diseño de las organizaciones tiene que tomar en cuenta que quienes toman decisiones pueden caer en muchísimas trampas cognitivas que los lleven al desastre. Como ha señalado Thaler, el ‘Homo sapiens’ no es igual al ‘Homo economicus’ en el que piensan los economistas. Por eso las organizaciones tienen que estar diseñadas a prueba de ‘Homo sapiens’.