Los 150 años de "Alicia en el país de las maravillas"
Los 150 años de "Alicia en el país de las maravillas"
Diego Otero

Leía "Las bellas extranjeras", del autor rumano Mircea Cărtărescu, uno de los escritores más celebrados (y divertidos) de los últimos años. En uno de sus relatos, el protagonista se ve obligado a pasar un día entero en la central de Policía de la Bucarest post-Ceaușescu —un lugar bastante sombrío y ciertamente absurdo—, y al autor no se le ocurre mejor idea que comparar a los personajes con los que su héroe se encuentra con “las orugas habladoras y los gatos sonrientes” de "Alicia en el país de las maravillas". Impresiona que un libro tan contemporáneo y estrechamente vinculado con la idiosincrasia rumana cite al clásico de Lewis Carroll, publicado en Inglaterra el 24 de mayo de 1865. Aunque pensándolo bien, quizá no impresiona tanto: a pesar de ser producto de una sensibilidad victoriana, Alicia ha conseguido convertirse en una especie de figura arquetípica, celebrada directa u oblicuamente por varios de los artistas más influyentes del mundo contemporáneo debido a su universo humorístico, poético y descabellado.

     ¿Pero qué hace de Alicia un arquetipo, un símbolo que atraviesa tiempos y latitudes? Entre otras cosas, el hecho de que todos podemos nombrarla para ejemplificar la voluntad de buscar coherencia en un mundo en el que todo se empeña en ser incoherente. Por eso Alicia es rumana como Cărtărescu. Y por eso también es peruana como la causa con atún de lata. Hay que leer "Alicia en el país de las maravillas" porque es uno de los mejores libros publicados en el siglo XIX. De hecho, es el gran libro decimonónico sobre el mundo de los sueños, como lo es "El proceso", de Kafka, en el XX. La comparación, sin embargo, merece un deslinde: si Joseph K de "El proceso" es un personaje siempre al borde de la desesperación, entregado a la burocracia del sinsentido, Alicia es la encarnación de la sensatez, el coraje y la alegría de vivir. Mientras que en Kafka habitamos la pesadilla, es decir, la fantasía que destruye; en Alicia habitamos el sueño, es decir, la fantasía que construye. Los animales con los que ella se encuentra luego de caer en el hoyo del conejo son mascotas o insectos domésticos trastocados en distintas versiones de la adultez: le imponen prohibiciones y órdenes que ellos mismos son incapaces de cumplir. ¿No somos siempre un poco así, acaso, los adultos? Alicia lo descubre y lo entiende. Y crece.

Un paseo en bote
No deja de ser encantador, por otro lado, que una de las obras maestras de la literatura universal sea también una novelita (humorística y fantástica) para niños; es casi un cachetadón a la solemnidad y a la petulancia de los señorones escritores. Pero retrocedamos un poco y pensemos en la génesis de Alicia, que es una especie de mito sorprendente: la tarde del 4 de julio de 1862, Charles Dodgson, un sacerdote neurótico y tartamudo que enseñaba matemáticas en Oxford, invitó a las tres niñas Liddell a dar un paseo en bote. Dodgson improvisó —como hacía siempre— un relato para su pequeña audiencia, y luego tomaron el té mirando el atardecer. Lo maravilloso es que en dicha ocasión el narrador estaba más en vena que nunca; además, fue construyendo el relato con los comentarios y las preguntas de las propias chiquillas. Quedó increíble. Tanto así que una de ellas —Alice, que tenía 10 años e inspiró la historia; sin duda era la favorita del clérigo— le pidió algo insólito: que escribiera el cuento. Cerca de tres meses después Dodgson lo terminó y publicó con el seudónimo de Lewis Carroll en 1865. Si esta pequeña anécdota resulta memorable, como escribió el poeta W. H. Auden, es porque revela a un ser humano extremadamente raro: “Un hombre de genio que, respecto a su genialidad, se conduce sin el menor egoísmo”.

     Por mi parte, no puedo dejar de pensar en la cantidad de historias que Dodgson debe haber improvisado después, para otras niñas (no le gustaban los niños, los consideraba sucios y atarantados), sin dejar registro alguno, solo porque ya no había una pequeña y vivaz Alicia que le pidiera, con terquedad y ternura, que escribiera el cuento. 

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