Recuerdo que le dije a Lorena algo así como: el día del fin del mundo Lima amanecerá con este cielo. Recuerdo la frase porque ella la apuntó en una suerte de diario y me la mostró diez años después luego de que pasáramos una tarde viendo las fotos de su matrimonio. Por entonces ninguno de los dos la estaba pasando demasiado bien y teníamos la costumbre de acompañarnos desde la Plaza de Armas hacia El Adriático, junto a Juan Carlos Méndez, en una caminata que servía también de confesionario. Para mí y para Lore. Para Méndez, no. Méndez no hablaba nunca.
Discutíamos los tres cosas absurdas, como la coyuntura política, a la que sentíamos cercana y a la vez ajena; la imposibilidad del amor, que solo Méndez había encontrado; y cuál era la canción más bonita del mundo, uno de esos debates gratuitos e intensos que sirven para desenterrar los tesoros de otro. Yo sostenía que era “The Fox in the Snow”, de Belle & Sebastian. Su delicada línea melódica, a cada segundo a punto de desaparecer, sus rimas suaves y naturales, así como ese mensaje de cómodo desencanto asomándose en todas las estrofas me parecían una cumbre. De hecho, me lo siguen pareciendo ahora. (Aunque desde hace seis meses tengo una nueva candidata al podio: “The Devil’s Eye”, de The Go-Betweens). Los escoceses cantaban “You’re going up, you’re going down/ You’re going nowhere/ It’s not as if they’re paying you / It’s not as if it’s fun / At least not anymore”, y yo sentía que esa era una suerte de manifiesto de estos tres periodistas que, a falta de un mejor nombre, habíamos bautizado nuestra cómplice soledad con un espíritu que podría calificarse de pre-emo: La pandilla interior.
(Yo creo que eran los noventa, pero no lo eran. Debió ser el 2001, sin duda meses antes del atentado a las Torres Gemelas, el evento con el que en verdad acabó la década).
Ha pasado el tiempo mínimo necesario para evaluar los noventa y la sensación que deja, al menos culturalmente, es una mezcla de desencanto y vacío. Bien visto, queda poco por rescatar. Un puñado de poemarios, los de Echarri, Montserrat e Yrigoyen; poca narrativa, la de Bellatin, Iwasaki y Herrera; y para de contar: el cine fue un páramo; el teatro, un espacio de esfuerzos aislados —nada que parezca una escena—; y la música, algunos suspiros o gruñidos sobre los que no discutiré (piénsese en el arco emocional que va de Cementerio Club a Manganzoides). Tal vez las artes plásticas hayan tenido cierta potencia; pero confieso ser conservador en esa área y no recuerdo, por lo demás, que ningún pintor o escultor se defina generacionalmente (debe ser porque sus disciplinas no trabajan el tiempo). En esos años a la televisión todavía se le podía llamar ‘caja boba’ sin miedo a ser calificado de reaccionario, el cómic estaba arrasado por el manga y los videojuegos no se entendían como medios de expresión, que lo son, sino como una forma onanista de desperdiciar el tiempo.
No quiero hacer de esta columna un balance, sino definir el marco sobre el cual apuntar un miedo: en mi caso, estudiar toda la secundaria y la universidad bajo un mismo régimen. Ese hecho político me oprimía psicológicamente y la ausencia de actos que sirvieran de refugio se convertía en una doble presión. Luego, la contemplación de las ruinas. Mientras salíamos a marchar contra la Ley de Interpretación Auténtica con una mezcla de ingenuidad y descontento legítimo, en un intento de resignificar unas marchas que antes fueron estigma y después costumbre, el Perú se desmoronaba, institución a institución, y esa caída no parecía sino el reflejo de un original igualmente devastado: el país interior. Fue un poeta quien —para variar— dictó sentencia: “Y en eso tenemos que ser claros: no hemos sido felices”. ¿Pero es cierto que no lo fuimos? De esas épocas oscuras salieron las experiencias que nutrieron las ficciones de Gamboa, Yushimito y Ángeles; los mejores versos de Fernández y Guerrero; y, probablemente, las obras que luego harían Mariana de Althaus, Jorge Castro, Claudia Llosa, Josué Méndez y Héctor Gálvez. Si ha habido un renacimiento cultural después del 2000 —uno que se monta sobre la supuesta década dorada—, es probable que haya nacido de las cenizas del abismo previo. No, no hemos sido felices, ¿pero quién lo es? Y, por lo demás, ¿cuándo la felicidad ha sido un motor artístico?
Por eso, Lore, ahora que se ha confirmado que vienen los Belle & Sebastian a Lima con veinte años de retraso, con esa lenta demora con la que llegan siempre las cosas importantes a Perú, no nos dejemos llevar por el pesimismo o la nostalgia. Los noventa nunca se pondrán de moda. Solo hagamos el gesto mínimo de poner “If You’re Feeling Sinister” en un equipo (todavía tengo el CD, soy cachivachero) y dejémonos llevar por esas emociones contenidas y esos ritmos nunca arrebatados y esperemos, pacientes, para cantar, junto con Javier y a la memoria de Méndez, que debe estar escribiendo la gran novela del bicentenario en sus magníficos aposentos de Frankfurt: “Oh! Get me away from here I’m dying / Play me a song to set me free / Nobody writes them like they used to/ So it may as well be me…”.