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París, capital de Iberoamérica - 3
Juan Bonilla

Para darte cuenta de dónde eres, ningún sitio como París. “París acelera los procesos de la gente hacia su esencia, buena o mala”, le dice Borges a Bioy, y este lo anota en su diario. Borges puso un ejemplo rotundo: Ricardo Güiraldes escribió en París su gran novela "Don Segundo Sombra"; y en París descubrió que era argentino y que debía escribir como un argentino. Pudo poner otros ejemplos porque hay muchos, y el cosmopolitismo de París fue durante todo el siglo XX una magia paradójica: convencía a quienes iban buscándolo que solo es cosmopolita de verdad el que consigue hablar de su pueblo como si su pueblo fuera el mundo entero. 

Y esto valía para casi todos: el más grande, Picasso, no había pintado nunca una cabeza de toro, no había condescendido a los tópicos españoles, antes de pasar por París. De ahí que tantos pintores, poetas y músicos americanos descubrieran que eran americanos —y, por lo tanto, descubrieran América— en las calles y cafeterías de París. Por ejemplo, el mexicano Diego Rivera, uno de los primeros del siglo XX, descubrió muy joven los lenguajes del cubismo de la mano de Picasso, Braque y Juan Gris. A partir de ese lenguaje, se volvió hacia un país propenso a las luchas revolucionarias, y encontró la manera de decirse a sí mismo y decir su país. Contribuyó con otros parisinos como Siqueiros, como bien se sabe, a la más insigne de las aportaciones de México a la historia del arte del siglo XX: el muralismo. 

Fue en París, precisamente, donde se publicó el gran ensayo del principal patrocinador intelectual y político del muralismo: José Vasconcelos. En 1926 la Agencia Mundial de Librerías, editorial hispano-americana ubicada en París, publicó La raza cósmica, ensayo en el que Vasconcelos cree encontrar una síntesis que explique las características esenciales de la identidad americana como unión de tres razas, tres culturas: la blanca europea, la negra africana, la amarilla asiática. Las conquistas europeas, la esclavitud africana y el flujo asiático colaboraron para idear un hombre nuevo, una raza que comprendiese las demás y las fijase en una sola: la americana. José Carlos Mariátegui, siempre atento a lo que se cocía en Europa y, sobre todo, a lo que los americanos hacían en Europa, publicó en los números 4 y 5 de la revista Amauta, en 1927, un texto de Vasconcelos titulado “Nacionalismo en América Latina”: por paradójico que fuera, ese fervor nacionalista e identitario partía del cosmopolitismo que hervía en París. 

Y también en París, los modernistas brasileños Oswald de Andrade y la pintora Tarsila do Amaral, por impulsar el movimiento de vanguardia que recién nacía en su país y reforzar una de sus características más nítidas (el nacionalismo), colaboran con el poeta Blaise Cendrars y otros poetas cosmopolitas y surrealistas para llegar a la misma conclusión que los personajes hasta ahora mencionados: hay que cantar lo nuestro, hay que pintar lo nuestro. Nacería así la Antropofagia, uno de los episodios más persuasivos del arte brasileño, una manera nueva de cantar lo antiguo, de volverse a las raíces, de reconocerse y enorgullecerse de la procedencia, de convertir la procedencia en punto de destino.

No solo les pasaba a los latinoamericanos: el pintor español Ramón Gaya, que había seguido los logros del cubismo a través de las revistas, decidió irse a París a vivir en directo la nueva ola que estremecía el mundo del arte; y en París descubrió que entre tanto bodegón cubista echaba de menos la vida, y regresó a España, y revisitó el Museo del Prado, al que llamó “roca española”, la roca a la que se agarra un náufrago. Y entendió que las modas pasan de moda, y que lo único que no puede pasar de moda es la vida; y, por lo tanto, no había nada más moderno que la vida, no podía haber nada más moderno que Velázquez y que el Greco y que Rembrandt. 

Podríamos llenar páginas y páginas con ejemplos similares: Rubén Darío —quien ya escribía sobre París y leía a los poetas de París antes de viajar a Europa—, una vez establecido en esa ciudad, en 1900, dirige su mirada hacia América (ayudó en su caso, el ejercicio de corresponsal del diario La Nación). En París, en 1905, escribe sus esenciales poemas “Salutación del optimista” y “A Roosevelt”, en los que enaltece la raza latina y la opone al imperialismo yanqui. Julio Cortázar, por ejemplo, dividió "Rayuela" en dos partes: del lado de acá, París; del lado de allá, Buenos Aires. 

Otro de los nombres imprescindibles de la cultura latinoamericana asociado a París es el de Alejo Carpentier, que llegó a la capital francesa en 1927 y se integró en las tertulias de vanguardia. Fue esencial para él aquel roce con las voces de este movimiento para escribir su primera novela, "Écue-Yamba-Ó", llena de africanismo caribeño. Pero también hizo buenas migas con nombres esenciales de la música contemporánea, como el francés Darius Milhaud y, sobre todo, Heitor Villa-Lobos, quien encontró en París su esencia brasileña. Carpentier dejó dicho en unas confesiones lo que significó, no solo para él, vivir en aquel tiafpempo en París: “París nos hace ver texturas, aspectos de la vida americana que no habíamos advertido. Comprendimos que detrás de ese nativismo había algo más, unos contextos: contexto telúrico y contexto épico político. El que hallase la relación entre ambos contextos escribiría la novela americana”. América se les presentaba como una enorme nebulosa que los artistas y escritores americanos que vivían en París trataban de desentrañar, porque tenían “la oscura intuición de que nuestra obra se iba a desarrollar aquí, e iba a ser profundamente americana”. 

No se trataba de conquistar París, sino de excavar allí, en sus noches largas, en cafés y salas donde 10 o 12 idiomas se disputaban las mejores vistas, en pos del lugar de donde uno venía. Y, a pesar de ello, algunos hasta triunfaban porque triunfar en París era fundamental para conquistar los lugares de procedencia. Uno no dejaba de ser nadie si no llegaba a ser alguien en París, si no llegaba al menos a formar parte de la interminable cabalgata de artistas, músicos y literatos que llenaban París. El pintor Roberto Matta lo diría con mucha exactitud: “Triunfar en París es muy fácil, solo los primeros cincuenta años son difíciles”. 

Pero no solo de literatos y artistas americanos se nutrió aquel París de todos y de nadie. En esta ciudad se fue cociendo la identidad americana (dejo de llamarla latinoamericana o iberoamericana; no sé por qué tenemos que dejar que Estados Unidos haga la sinécdoque de quedarse con el todo siendo solo una parte del continente). Después de la Primera Guerra Mundial, la ebullición parisina y su solidaridad le dieron un empuje nuevo: no solo confirmó su condición no oficial de capital del mundo cultural —que ya era desde finales del XIX—, sino que actuó como punto de encuentro.

Cientos de jóvenes latinoamericanos sintieron la llamada de París: lo que los atraía eran diversas cosas, desde la necesidad de obtener los mejores estudios (solo al alcance de hijos de padres adinerados) a la de huir de realidades romas o sin la más mínima promesa de progreso. Tantos acabaron en París que llegó a crearse una asociación —la Agela: Asociación General de Estudiantes Latinoamericanos—, que fue muy activa en la batalla contra el imperialismo yanqui. Entre sus objetivos estaban la abolición de nacionalidad dentro de la Asociación, la propaganda en favor de América Latina, la creación de instituciones semejantes en otros puntos de Europa. 

Cuando Estados Unidos amenazó con inmiscuirse en la realidad mexicana, porque su política petrolera empezaba a pasarle factura, se formó en París un Comité de Solidaridad con América Latina que multiplicó sus actividades cuando los marines desembarcaron en Nicaragua para ir por Sandino. Se organizó un acto de protesta cuyos oradores impresionan porque parece una alineación de factótums de la cultura y la política del momento: ostentaron la presidencia del acto los filósofos españoles Miguel de Unamuno, desterrado en París por la dictadura de Primo de Rivera; y Ortega y Gasset. José Ingenieros denunció que Estados Unidos hubiera metido en el Tratado de Versalles un pacto regional interamericano que no había sido reconocido por ningún gobierno de América Latina. Haya de la Torre discurseó acerca de la necesidad de erguir una “latinoamericanidad” como factor social, pues ello haría que la unidad de América Latina fuera revolucionaria y podría oponerse con más fuerza a las clases dominantes. Miguel Ángel Asturias cerró el acto abominando del imperialismo que al menos tenía algo de bueno: los obligaba a construir una realidad distinta, los obligaba a unirse. Los latinoamericanos, por boca de principales representantes de la intelectualidad y la política, se unían en un salón de París. 

Tanto Joaquín Edwards Bello, en su novela "Chilenos en París", como Armando Maribona, en "El arte y el amor en Montparnasse", dejaron memoria de los salones y comedores donde pululaban jóvenes americanos, al calor de nombres hoy inevitables de la historia cultural de Occidente como Picasso, Apollinaire o André Breton. A veces la decepción ante estos resultaba inevitable. La misoginia de Breton, por ejemplo, consiguió que las pintoras Remedios Varo y Frida Kahlo consideraran la experiencia surrealista una condena. “Prefiero estar tirada en el mercado de Toluca que en estas tertulias de artistas”, llegó a escribir Frida Kahlo. Quien mejor se las aviaba por aquellos aires cosmopolitas era Diego Rivera, que no solo hacía grandes progresos como artista sino que también se convertía en personaje: es fama que el ruso Ilya Ehrenburg lo convirtió en personaje principal de una de las grandes novelas de la época, Julio Jurenito. Una novela escrita en París que tiene al mundo entero, y las excursiones por el mundo de un disparatado grupo de artistas, por escenario.

“Me moriré en París, con aguacero/ un día del que ya tengo el recuerdo”, escribió memorablemente César Vallejo. También él escribió en París algunos de los mejores poemas en español en el siglo XX. Como se sabe, Vallejo escapa a cualquier etiqueta que quiera jibarizarlo vinculándolo a un movimiento de vanguardia. Inventó un idioma en "Trilce". Más allá de "Trilce" solo estaba el abismo. "Trilce" se publicó en Lima primero y luego en Madrid. Vallejo emprendió el viaje a Europa a mediados de los años veinte. Reportajeó los avances de la Revolución soviética —con poco lugar para la crítica y la objetividad— y escribió una novela —"El Tungsteno"—. Pero también puso en marcha el que habría de ser su gran libro de poemas, a mí parecer uno de los grandes libros del siglo XX: Poemas humanos. El libro se publicó póstumo en París en tirada restringida y cuidado por su mujer Georgette. 

Es fama que Vallejo pasó auténticas penurias en su estadía europea, de la que no regresó nunca al Perú. Pero en París conoció y se hizo amigo de Neruda, de Tristan Tzara, y le puso un título inolvidable a la revista que dirigió junto con Juan Larrea: "Favorables París Poema". También en París conoció a Georgette y desde París enviaba sus crónicas europeas para el suplemento El Dominical de El Comercio. Entre sus proyectos parisinos, hay dos esenciales: escribir una novela inca que llevaría el título de "Hacia el reino de los sciris" y un manojo de ensayos titulado "Contra el secreto profesional". Ya en los treinta escribió una sátira contra los presidentes latinoamericanos que habían cedido avariciosos ante el imperialismo yanqui: "Colacho Hermanos o presidentes de América". El agotamiento físico —las huellas del paludismo que padeció en la infancia— acabó con él en París, en 1938. No fue jueves, sino viernes santo. Llovía, sí. Louis Aragon trazó su elogio fúnebre y lo enterraron en el cementerio de Montrouge donde permaneció hasta que, en 1970, trasladaron sus restos al de Montparnasse. Allí puede leerse la lápida con el epitafio firmado por Georgette: “He nevado tanto para que duermas”. Por allí están también los restos de Cortázar y los de Carlos Fuentes, ambos autores de una generación posterior que también descubrió América en París. 

Las generaciones posteriores a las vanguardias siguieron teniendo a París en mente. Los peruanos Vargas Llosa o Ribeyro pueden ser ejemplos. “En los años que pasé en París me hice escritor”, llega a afirmar Vargas Llosa, quien viajó a París en 1957 gracias a haber obtenido el primer premio en un concurso organizado por "La Revue Française". Vargas Llosa tiene ahora hasta una ruta parisina en la que sus lectores pueden satisfacer la curiosidad de asomarse a los lugares en los que vivió y trabajó el premio Nobel, por ejemplo, la rue de Tournon, donde tenía un apartamento diminuto presidido por una máquina de escribir de la que sacó La casa verde, “Los cachorros” o el espectacular comienzo de "Conversación en La Catedral". O el Hotel Wetter, en la rue de Sommerard, donde, en una sola jornada, leyó "Madame Bovary" recién llegado a París, en 1959, una ciudad que protagoniza su novela "Travesuras de la niña mala". En cuanto a Ribeyro, también él empezó a ser escritor en París: en 1953 escribe los relatos de "Los gallinazos sin plumas", con su ambientación urbana, que daba un vuelco a la narrativa peruana de la época. Estuvo vagabundeando por Europa y ganándose la vida como podía antes de regresar al Perú. Pero en 1961 volvió a París para trabajar en la agencia 
France Press. 

En tiempos en los que el viaje a París no era tan determinante como a principios de siglo, París se las arregló para seguir colonizando la cultura mundial con su tono, sus efectos, su magia indomable. La influencia que tuvo la nouvelle vague cinematográfica en el nuevo cine latinoamericano es evidente: una de las piezas mayores del cine latinoamericano de los sesenta, "Memorias del subdesarrollo", del cubano Tomás Gutiérrez Alea, bebe de las fuentes del cine de Godard, Malle y Truffaut, trasplantando a La Habana, con indudable pericia, los brotes de una nueva manera de contar historias. "París no se acaba nunca" es el título de las memorias de Enrique Vila-Matas, quien también aprendió a ser escritor en París. "París era una fiesta" es la obra  póstuma de Hemingway; después de la masacre del 13 de noviembre en París, se ha convertido en el libro más regalado de la temporada. En él leemos: “París es una fiesta que nos sigue donde vayamos”. Ese es el misterio de París: su condición constante de fiesta de la vida, su capacidad para no borrársenos nunca de la memoria. Hasta en sus etapas más negras —la época en la que fue joya de la pesadilla nazi—, según se ve en las memorias de quienes allí estuvieron o en las novelas de Patrick Modiano, impera un ambiente festivo y burbujeante. Una especie de espíritu burlón que consigue sobreponerse finalmente a los terrores más siniestros. Ese espíritu que tantos artistas, poetas, escritores, intelectuales americanos bebieron hasta embriagarse y alcanzar la certeza de que habían ido a París para poder regresar a casa. 

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