"Como la sombra que se va", lo último de Antonio Muñoz Molina
"Como la sombra que se va", lo último de Antonio Muñoz Molina
Antonio Muñoz Molina

He pasado demasiadas horas su­mergido en su vida, días ya, desde que llegué a Lisboa. Basta teclear unos segundos en el portátil para internarse en los archivos donde se conserva el testimonio de casi todas las cosas que hizo, los lugares donde estuvo, los de­litos que cometió, las cárceles en las que cumplió condena, hasta los nombres de mujeres con las que pasó una noche, o con las que tomó algo en la barra de un bar. Sé qué revistas y qué novelas leía y de qué marca era la bolsa de galletas saladas que dejó abierta y a medio consumir en una habitación alquilada de Atlanta en la que no llegó a inscribirse en el registro, porque el dueño estaba tan borracho que no se lo pidió. Páginas fotocopiadas y esca­neadas de expedientes viejos contienen la lista de las prendas de ropa sucia que entregó en una lavandería de Atlanta el 1 de abril de 1968 y recogió la mañana del 5 de abril o el informe forense sobre la trayectoria de la bala que disparó la víspera, el día 4, en Memphis, en el cuar­to de baño de una casa de huéspedes, apoyando en el al­féizar el cañón de un rifle Remington 30.06, o la declara­ción del cirujano plástico que le operó la punta de la nariz en Los Ángeles, o la copia de una huella dactilar que dejó en un cupón de compra por correo recortado de una revista de fotografía.

     Hasta la vida más clandestina va dejando tras de sí un rastro indeleble. En esa época los anuncios de las revistas solían incluir boletines de pedido, con cuadrículas donde escribir las letras de un nombre o una dirección y líneas de puntos sobre las que se trazaba la firma. Lo inabarca­ble de la realidad impone en la misma medida el asombro y el insomnio. Es asombroso todo lo que se puede llegar a saber de una persona de la que en el fondo no se sabe nada, porque nunca dijo lo que más habría importado que dijera: un hueco oscuro, un espacio en blanco; una fotografía en una ficha policial; las líneas toscas de un re­trato robot hecho a base de testimonios fragmentarios y recuerdos imprecisos. Se alimentaba de café instantáneo calentado con una bombilla sumergible, de leche en pol­ vo, de latas de judías, de patatas fritas untadas en mostaza o en aliño de ensalada Kraft. Frecuentaba las cafeterías más baratas y tomaba hamburguesas con mucha cebolla y mucho beicon y kétchup y queso y se llenaba la boca de puñados de patatas fritas. Había quien lo recordaba sin vacilación como zurdo y quien estaba seguro de haberlo visto usar siempre la mano derecha, para firmar y para sostener cigarrillos. En algunas descripciones policiales tiene el pelo castaño claro; en otras, negro, empezando a agrisarse en las sienes. Tenía una pequeña cicatriz en el centro de la frente y otra en la palma de la mano. Lo re­cordaban fumando, el cigarrillo entre los dedos de la mano derecha, en la que había, en el dedo anular, una piedra verdeoscuro con una armadura de oro. Pero no fumó nunca ni llevó anillos. Un anillo podría ser uno de esos detalles que facilitan el recuerdo y hacen posible una identificación. Nunca se hizo tatuajes.

     Me quedé hasta muy tarde buscando sus rastros por la memoria insomne de Internet y estaba tan saturado cuando apagué la luz que me escocían los ojos y me vol­vían a la imaginación fechas, nombres, hechos mínimos dotados de la consistencia quitinosa de lo real, lo que na­die puede inventarse. Para mantenerse en forma en la pri­sión aprendió a caminar cabeza abajo apoyándose en las dos manos y a comprimirse en espacios muy reducidos adoptando posturas complicadas de yoga. Aumentaba y disminuía de peso con facilidad. Continuamente se to­maba fotos con una cámara Polaroid que conservó hasta el final: con gafas de sol, sin ellas, con gafas graduadas, siempre de lado, en escorzo, nunca de perfil, porque el perfil era demasiado característico, incluso después de la operación en la nariz, ni tampoco de frente, para que no se vieran las orejas demasiado separadas. Mandaba fotos a clubes de contactos, imaginando que al ser tan variadas entre sí favorecerían la confusión cuando llegara el mo­mento inevitable de la cacería contra él. En una academia de hostelería de Los Ángeles aprendió a mezclar ciento veinte cócteles distintos. Durante varios meses siguió con puntualidad un curso de cerrajería por correspondencia impartido en una escuela de Nueva Jersey. Entre sus pape­les se encontró un folleto sobre las ventajas de la cerrajería como profesión con futuro. Cuando tenía nueve o diez años se despertaba todas las noches con sueños pavoro­sos, más asustado todavía por sus propios gritos. Soñaba que se había quedado ciego. Se esforzaba por despertar y abría los ojos y no podía ver, porque había desembocado en otro sueño sucesivo de ceguera. Le daba tanto miedo volver a dormirse y que las pesadillas regresaran que pro­curaba seguir despierto hasta que amanecía. Oiría en la oscuridad los ronquidos de borrachos de su padre y de su madre, echados el uno sobre el otro como fardos en el colchón sin mantas ni sábanas, tapados con harapos y chaquetones viejos. En los jergones tirados sobre el suelo de tablas medio arrancadas dormían arracimados sus hermanos como una camada numerosa, comidos de pio­jos y chinches, hambrientos, muy apretados contra el frío en invierno, en la habitación única donde humeaba tóxi­camente una estufa vieja.

     He llegado a saber tanto de él que me parece recordar cosas de su vida, lugares que él vio y yo nunca he visto, el desierto de Nevada atravesado por una carretera recta que lleva a Las Vegas, las calles de casas bajas y pavimen­to de tierra y arena de Puerto Vallarta, los corredores re­sonantes de una prisión con muros de piedra y torreones de castillo y sombrías bóvedas góticas, la silueta baja del Lorraine Motel visto desde la ventana de un cuarto de baño en el que huele a sumidero y a orines, más allá de un solar invadido por la maleza y la basura, en un vecinda­rio degradado casi a las afueras de Memphis.

     He decidido que sin más remedio debo viajar a Mem­phis. He anotado la dirección del hotel de Lisboa en el que pasó diez de los días de su huida hace cuarenta y cin­co años. Buscando en Google he descubierto que el hotel existe todavía y que si quiero tardaré menos de quince minutos en llegar. En ese momento lo que hasta entonces solo existía en la imaginación se ha convertido en reali­dad inmediata. Me ha despertado un sueño de persecu­ción, de peligro y vergüenza que podría ser suyo y que sin duda han instigado mis averiguaciones sobre él, que me hicieron acostarme muy tarde, disipando el sueño al que me resistía, hechizado por la pantalla del portátil, inclina­do sobre él, en el escritorio en el que trabajo desde hace días, pocos aún y sin embargo suficientes para envolver­me en un hábito, en sus capas sucesivas, el escritorio y el apartamento, la calle, la esquina que se ve desde la venta­na, el tranvía que frena al bajar por la cuesta y hace sonar una campana, los tejados de la ciudad, los muros cariados de los edificios, el nombre que no decía asiduamente desde hace demasiados años, Lisboa.

Novela: "Como la sombra que se va" 
Autor: Antonio Muñoz Molina 
Editorial: Seix Barral 
Páginas: 400
Precio: S/. 89.00

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