Un pintor mulato, hijo de un cura y una joven esclava, dedica su vida a retratar la variopinta sociedad limeña de las primeras décadas del siglo XIX. Pancho Fierro fue un marginal entre dos mundos, entre el legado hegemónico e hispánico de su padre y el esclavizado y silenciado origen africano de su madre. No era un esclavo pero tampoco un criollo. No era un paria pero tampoco un hombre integrado a la jerarquizada sociedad de su tiempo. En esa paradoja radica la fuerza de sus acuarelas, la dimensión dramática y festiva de sus personajes (negros, mestizos, blancos, indios) que hacen visible lo que pocos querían ver: la fragmentada vida limeña de inicios de la República.
Esta es la historia que toma el sociólogo Gonzalo Portocarrero como inicio de un
libro sugerente y lleno de metáforas (La urgencia por decir “nosotros”), que ahonda en las ideas y vidas de siete íconos de la cultura peruana de los siglos XIX y XX. Siete personajes que en el fondo imaginan un Perú inexistente o, mejor dicho, que a través de sus pensamientos, miedos, frustraciones, sueños y obras intentan construir una comunidad nacional a futuro. “Crear un nosotros frente a la fragmentación colonial, el racismo, la jerarquización; una identidad colectiva basada en la igualdad ante la ley, la conciencia de un pasado común y, sobre todo, la promesa de un futuro compartido”, dice el autor.
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La relectura que Portocarrero hace de Pancho Fierro, Ricardo Palma, Manuel González Prada, José de la Riva Agüero, Luis Valcárcel, José Carlos Mariátegui y José María Arguedas nos revela correspondencias y negaciones entre las ideas de unos y otros. Por ejemplo, si Palma tomó las acuarelas de Fierro como modelos para sus tradiciones y para crear la idea de una sociedad limeña criolla, festiva, sin conflictos, pero laxa ante la ley (“un nosotros criollo que niega lo indígena”, afirma Portocarrero), González Prada levantó su discurso contra ese proyecto y pidió terminar con “el pacto infame de hablar a media voz”. En el traumado Perú de la posguerra con Chile, este oligarca culto, que se había encerrado durante meses en su casa para no ver la cara del enemigo en las calles de Lima, termina diciendo que “la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera”. Una verdad que abrió el camino del siglo XX.
Entonces Portocarrero concluye: sin González Prada no hubieran existido Riva Agüero (el joven hacendado que en un viaje iniciático por la sierra descubre su propio país) ni Mariátegui (quien pedía una respuesta heroica a la crisis de inicios del siglo XX) ni Arguedas (quien hizo de su vida un símbolo dramático del desencuentro entre lo autóctono y lo occidental). Los tres, aunque de manera diferenciada, pusieron el acento en el crisol de lo andino como respuesta hacia el mañana.
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“En el libro trato de reconstruir las grandes corrientes de pensamiento que se han generado en el Perú, desde mediados del siglo XIX, cuando se toma conciencia de que no formamos una nación sino una sociedad demasiado fragmentada, en la que existe un incumplimiento de la ley que imposibilita el concierto social”, dice el autor. En su opinión, el nacionalismo no logró cumplir aquí su tarea civilizadora como sí lo hizo en otras partes. Por eso quedaron en nuestra mente viejos fantasmas coloniales que resucitan cada cierto tiempo: de un lado, el temor de las clases más consolidadas a una sublevación indígena; y del otro, el mito del Inkarri, una suerte de reconquista del Perú oficial por parte del Perú profundo. Ambas narrativas han imposibilitado el entendimiento y cuestionan la opción de una nación integrada.
Por eso, más allá del drama de la historia o la política, se alza en el libro una fe puesta en la cultura: “Yo creo que los intelectuales son como santos laicos que tratan de ver lo colectivo e imaginar lo posible”, reflexiona Portocarrero. Y anuncia ya un nuevo volumen centrado en la obra de escritores como Edgardo Rivera Martínez y artistas como Claudia Coca o Elliot Túpac. “Desde el arte está surgiendo una representación más integral del Perú”, agrega con entusiasmo. Esa comunión que no han podido entender los políticos la están viendo los artistas, quienes están forjando recién ese “nosotros” a casi dos siglos de nuestra vida independiente.