Un capítulo de "Petirrojo", de Jo Nesbø - 2
Un capítulo de "Petirrojo", de Jo Nesbø - 2
Redacción EC

Calle Karl Johan, 5 de octubre de 1999

“Vas a morir”.

Aquellas palabras seguían resonándole al anciano en los oídos cuando salió al rellano de la escalera y lo cegó el claro sol otoñal. Mientras las pupilas se le contraían poco a poco, permaneció agarrado a la barandilla respirando despacio y profundamente. Escuchó la cacofonía de los coches, los tranvías, los silbidos de los semáforos. Y las voces… voces alteradas y alegres que pasaban presurosas al ritmo de los pasos. Y la música, ¿acaso había oído antes tanta música? Pero nada conseguía acallar el rumor de aquellas palabras.

“Vas a morir”.

¿Cuántas veces había estado allí, en el descansillo de la consulta del doctor Buer? Dos veces al año durante cuarenta años. Ochenta días normales y corrientes, iguales que aquel, pero nunca, hasta ese momento, se había dado cuenta de la animación que había en aquellas calles, la felicidad, las ansias de vivir. Era octubre, pero parecía un día de mayo. El día en que “estalló” la paz. ¿Estaría exagerando? Podía oír la voz de ella, ver su silueta acercarse a la carrera como emanando del sol, surgiendo de una cara que desapareció en un halo de luz blanca.

“Vas a morir”.

Toda aquella blancura cobró color y se convirtió en la calle Karl Johan. Bajó los peldaños, se detuvo y miró a derecha e izquierda, como si no fuese capaz de decidir qué dirección tomar, y se quedó pensativo. De repente, se sobresaltó, como si alguien lo hubiese despertado, y echó a andar en dirección al palacio. Caminaba con paso vacilante y la mirada abatida, y con el cuerpo escuálido encogido en un abrigo de lana que le quedaba algo grande.

—El cáncer se ha extendido —le había anunciado el doctor Buer.

—Ya, bueno  —respondió él mientras miraba a Buer, preguntándose si sería algo que les enseñaban en la facultad de medicina, aquel gesto de quitarse las gafas cuando iban a decir algo grave, o si era solo un ademán propio de los médicos miopes para no tener que ver la expresión de los ojos del paciente.

Había empezado a parecerse a su padre, el doctor Konrad Buer, ahora que el cuero cabelludo había emprendido la retirada y que las bolsas que le asomaban debajo de los ojos le otorgaban parte del aura de seriedad que tenía su progenitor.

—¿En pocas palabras? —le preguntó el anciano con una voz que llevaba cincuenta años sin oír, que surgió como el grito cavernícola y áspero de un hombre en cuyas cuerdas vocales resonaba la angustia.

—Bueno, verá, es una cuestión de…

—Se lo ruego, doctor. Yo ya he visto la muerte cara a cara.

Pronunció aquellas palabras reforzando la voz, eligió unos términos que obligasen a su voz a sonar segura, tal y como deseaba que la oyera el doctor Buer. Tal y como deseaba oírla él mismo.

La mirada del doctor huyó de la mesa, deslizándose por el parqué desgastado hasta la calle, a través del cristal sucio de la ventana. Se escondió allá fuera durante un instante antes de volver a encontrarse con la suya. Sus manos habían localizado un paño con el que limpiaba las gafas sin cesar.

—Ya sé que tú…

—Usted no sabe nada, doctor. —El anciano se oyó a sí mismo reír con una risa breve y seca—. No se lo tome a mal, se lo ruego, Buer, pero créame: usted no sabe nada.

Advirtió el desconcierto de Buer y, en aquel mismo instante, se dio cuenta de que el grifo del lavabo que había en la pared opuesta de la consulta goteaba persistente, un nuevo sonido, como si, de repente y de forma inexplicable, hubiese recuperado los sentidos de un joven de veinte años. Buer se puso por fin las gafas, cogió un papel, como si las palabras que iba a pronunciar estuviesen allí plasmadas, y carraspeó levemente antes de declarar:

—Vas a morir.

El anciano habría preferido que lo tratase de “usted”.

Se detuvo ante la aglomeración de gente y oyó las notas de una guitarra y una voz que entonaba una canción sin duda antigua para todos los demás, salvo para él. Ya la había escuchado antes, desde luego; seguro que hacía cerca de medio siglo, pero él la sentía como si hubiese sido ayer. Y lo mismo le sucedía con todo: cuanto más lejano en el tiempo, más cercano y claro lo veía. Ahora era capaz de recordar cosas en las que no pensaba desde hacía años, o en las que no había pensado nunca. Aquello que, hasta entonces, se había visto obligado a leer en sus diarios de la guerra, podía evocarlo ahora con tan solo cerrar los ojos y verlo discurrir por la retina como una película.

—En cualquier caso, debe de quedarte al menos un año de vida.

Una primavera y un verano. Podía ver cada hoja amarillenta de los árboles del parque Studenterlunden como si le hubiesen puesto unas gafas nuevas, más potentes. Los mismos árboles de 1945, ¿o no eran los mismos? En aquella ocasión no los vio con demasiada claridad; aquel día nada se veía claro. Rostros sonrientes, rostros iracundos, gritos que apenas llegaban a donde él se encontraba, la puerta del coche que se cerró, si él tenía o no lágrimas en los ojos, pues cuando recordó las banderas con las que la gente corría por las aceras, las recordaba rojas y difusas. Sus vítores: “¡Ha vuelto el príncipe heredero!”.

Subió la pendiente hasta el palacio, donde un grupo de personas se habían reunido para ver el cambio de guardia. El eco de las órdenes de la guardia real y los chasquidos de las culatas de las escopetas y de los tacones de las botas resonaban contra el muro amarillento de la fachada. Una joven pareja japonesa abrazada en medio de la gente contemplaba risueña el espectáculo. Él cerró los ojos, intentó evocar el olor de los uniformes y del lubricante de armas. Naderías y decoración, allí no había nada que oliera como olía la guerra.

Volvió a abrir los ojos. ¿Qué sabían ellos? ¿Qué sabían aquellos soldaditos vestidos de negro, simples figuras de desfile, de unos actos simbólicos que ellos eran demasiado inocentes para comprender y demasiado jóvenes para sentir? Pensó de nuevo en aquel día, en los jóvenes noruegos vestidos de soldados, o en los soldados suecos, como los llamaban. A sus ojos eran soldados de juguete que no sabían cómo llevar un uniforme y menos aún cómo tratar a un prisionero de guerra. Estaban asustados y mostraban una actitud brutal, y, con los pitillos entre los labios y con el aspecto atrevido que les prestaban las gorras ladeadas, se aferraban a sus recién adquiridas armas e intentaban sobreponerse al miedo apretando el cañón contra la espalda de los arrestados.

—¡Cerdo nazi! —decían mientras los golpeaban, como para obtener en un instante el perdón de sus pecados.

Respiró hondo, saboreó el cálido día otoñal pero, en ese mismo momento, apareció el dolor. Retrocedió un paso con pie vacilante. Agua en los pulmones. Dentro de doce meses, tal vez antes, la inflamación y el dolor harían salir el agua que luego se acumularía en los pulmones. Según decían, eso era lo peor.

“Vas a morir”.

Y entonces vino el ataque de tos, tan violento que quienes se hallaban a su lado se apartaron involuntariamente.

Sobre el autor

(Crédito: EFE)

Jo Nesbø (Oslo, 1960) ha sido cantante, compositor y agente de bolsa. En 1997 dio el salto a la literatura con El murciélago, novela en que aparece el inspector  Harry Hole, que lo catapultó como el autor de novela policiaca más importante de Noruega, por encima del célebre Stieg Larsson. Luego siguieron Cucarachas (1998) y Petirrojo (2000). Lleva publicadas diez novelas, entre las que destacan El leopardo (2009) y Policía (2013).

Sobre el libro

(Créditos: Editorial Roja y Negra)

Nombre: Petirrojo
Autor: Jo Nesbø
Editorial: Roja y Negra
Páginas: 567

Contenido sugerido

Contenido GEC