Un fragmento de "Don Quijote de Manhattan", de Marina Perezagua - 3
Un fragmento de "Don Quijote de Manhattan", de Marina Perezagua - 3
Redacción EC

Quisiera este relato comenzar así: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Siempre sería más llevadero para el corazón del Tiempo, cosido como está por las cicatrices de sus innumerables años, sus intensos amores y sus no pocas penas, relatar la historia de personas que vivieron en la misma época en que nacieron. Pero han decidido las divinas leyes de la aleatoriedad que la historia que aquí se va a contar trate sobre una entrañable pareja que, a pesar de haber nacido cinco siglos antes, vino a caer en el siglo XXI. Tampoco puede el Tiempo decir que no quiere acordarse de ciertos detalles, pues insiste su sincrónica memoria en que recuerde con hiriente precisión cada pormenor de este (y cada) relato, desde que, un día 17 de enero del año 2016, el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y su leal escudero Sancho Panza, ambos amnésicos, ambos desraizados de sus recuerdos, familias o aficiones, y doloridos por sabe el diablo qué género de caída, se despertaron en una acera en pleno centro de esta isla que se llama Manhattan.

Eran las siete y cuarto de la mañana cuando el sol ya resplandecía sobre la fachada de un rascacielos que, a su vez, reflejaba la armadura del hidalgo como un espejo cuya pureza hizo que Sancho, del asombro y débil todavía, volviera a caerse. Un ejecutivo apresurado, al tropezarse con él, le insultó para perderse luego en el río de gente que también acudía con prisa a su trabajo. No recordaban hidalgo ni escudero —y quizá esto sea un concesión, un pequeño guiño del azar— que solían moverse con agrado sobre sus respectivas monturas: Rocinante para don Quijote y el rucio para Sancho, y así echaron a andar a favor de la corriente de personas que les empujaban, mientras ellos se iban empapando, sin saberlo, con los humores de la nueva época. No obstante, como se verá en esta historia tan lastimosa como alegre y tan alegre como lastimosa, ni hidalgo ni escudero dejaron nunca de sentir, en el fondo de sus almas, unos posos de melancolía que les llevaban a recordar cosas que —pensaban ellos— no habían conocido. Por esta razón, empezaron a atribuir a sus sueños —no sin asombrarse de las dotes creativas del dormir profundo— reminiscencias de molinos, pastores enamorados, jayanes, sabios, libros prohibidos y hasta el sabor de un tocino bien curado.

No llevarían ni diez minutos caminando sin que mediase palabra entre ellos ni rumbo definido cuando, en la boca de un metro, vieron a una mujer negra que repartía unos librillos en un puesto cubierto por una gran sábana que, a modo de pancarta, decía: Jesus loves you. Ambos se pararon, tal vez, y aunque no lo supieran, debido a la extrañeza de una piel cuyo color tan oscuro les habría asombrado allá en su siglo tanto como los vasallos negros del reino de Micomicón o el ejército etíope de labios horadados. O acaso se detuvieran frente al puestecillo por esa otra extrañeza, asimismo derivada de la erosión de la memoria de sus orígenes, que debió de haberles producido el hecho de entender un idioma que nunca antes habían escuchado. [...] El caso es que la predicadora, seguramente agradecida por la atención que el caballero y el escudero mostraron en su puesto, o tal vez incluso divertida por sus estrambóticos atuendos, les regaló el ejemplar que parecía —por su grosor frente a la delgadez de los folletos que estaba repartiendo— el más importante. En su cubierta podía leerse el título, con letras grandes y doradas: The Bible.

Cuando el caballero tomó en sus manos aquel libro, acaso sintiera de manera inconsciente pero inmediata lo que ya en su época experimentara al sostener el Amadís de Gaula. Él aún no lo sabía, pero aquellas palabras bíblicas iban a guiar, en esta nueva existencia tan alejada de su tiempo y de su España natal, sus designios de héroe caballeresco. Así, le dijo a Sancho:

—Sancho amigo, guarda bien este regalo, porque presiento que no nos ha sido dado sin que medie imperioso motivo.

De esta suerte ambos, caballero y escudero, sin caballo, burro ni recuerdos, continuaron caminando por esta isla que, como comprobará el lector si prosigue esta lectura, intentarían enmendar según la palabra del primer libro que les dieron. Aún no podían imaginar, pobres de ellos, que el hidalgo estaba loco porque quería arreglar el mundo, y el mundo, desocupado lector, ya no tiene arreglo. [...]

—Sancho, aunque la lectura de nuestro enorme libro me haya tenido siete días sin salir de este discreto pero digno refugio, creo que, pues he terminado ya su última página, todo el tiempo que pase aquí encerrado será tiempo perdido en socorrer a los menesterosos. Anda y ve a esa tienda que está allá delante, donde por su apariencia deduzco que venden ropas a buen precio, y cómpranos nuevos ropajes porque no quisiera mancillar el pregón de la palabra del Señor con estas sucias prendas.

[...]Y decía esto don Quijote mientras sostenía la Biblia en una mano y señalaba repetidas veces con el dedo índice de la otra su título, ante lo cual Sancho, más dado a obedecer que a discutir, salió a ejecutar la orden de su amo.

Aunque una vez en la tienda, Sancho confirmó que aquellas vestimentas no se parecían en nada a las que usaran los demás transeúntes, no tuvo ánimos para volver con las manos vacías, y así eligió las que le parecieron más similares a las que llevaban cuando se vieron en aquella ciudad. Para don Quijote, eligió lo que más se asemejaba a una armadura, y que consistía en un rosario de planchas de plástico doradas y brillantes que le cubrían el cuerpo todo, salvo por los codos y las rodillas, en donde una tela favorecía la movilidad de las articulaciones. Muy grueso parecía el plástico que cubría aquellas partes que, en la armadura, se corresponden con el peto, la gola y el espaldar. Sin embargo, no pudo encontrar Sancho algo que sirviese de celada para proteger la cabeza de su amo. Para él mismo también eligió, dentro de las limitadas posibilidades, lo más semejante a su pretérito atavío, un modelo que se le antojó, además, muy idóneo por estar colgado justo detrás del que había elegido para don Quijote. Se lo probó. Era como una funda de pelo que le cubría todo el cuerpo, y

estaba rematada en una capucha con dos pequeñas orejas redondas, como de oso, en cada uno de los lados superiores. Esta capucha le caía hasta la mitad de la frente, lo cual resaltaba aún más las ya de por sí tupidas cejas de Sancho, que parecían ser parte del disfraz. La funda o sayal de pelo terminaba en cada extremidad en una especie de garra de tres gruesos dedos, si bien cubría solo en apariencia, como un guante que tapa únicamente el dorso de la mano, pues las palmas, los dedos, así como las plantas de los pies de Sancho quedaban al descubierto, de manera que las pezuñas los ocultaban sin aprisionarlos.

Una vez don Quijote y Sancho se vieron mudados con sus nuevas galas en la estancia del hostal, el caballero las tuvo por muy dignas de su misión. Ninguno de los dos sabía que se adelantaban en algunos meses a la celebración de una fiesta llamada Halloween, y que ellos, disfrazados como un C-3PO y un ewok, respectivamente, homenajeaban asimismo el estreno de una película que tampoco conocían, la última que recientemente se había estrenado de una saga denominada La guerra de las galaxias. Vestidos de esta guisa, don Quijote, dorado, flaco y muy alto, y Sancho, peludo, bajo y orondo, más parecido a una mascota que a una persona, salieron de su encierro de siete días, dispuesto el caballero a enmendar los entuertos que pudieran encontrarse en las calles de Manhattan.


Sobre el autor

(Créditos: EFE)

Marina Perezagua (Sevilla, España, 1978) es escritora, nadadora de mar abierto y apneísta. Se graduó en Historia del Arte y obtuvo un PhD en Filología. Posteriormente, trabajó como profesora de lengua, literatura, historia y cine latinoamericano en las universidades de Stony Brook y Nueva York. Es autora de los libros de relatos Criaturas abisales (2011) y Leche (2013), además de las novelas Yoro (2015) —Premio Sor Juna Inés de la Cruz 2016—y Don Quijote de Manhattan (2016). Además, el año pasado, la editorial local Pesopluma publicó una selección de sus cuentos titulada Cómo saber si respiro.



Sobre el libro

Nombre: Don Quijote de Manhattan
Autora: Marina Perezagua
Editorial: Libros del Lince
Páginas: 312
Precio: S/ 67,00

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