En las primeras páginas del recién presentado "The Voyeur’s Motel", el veterano y celebrado cronista Gay Talese (Ocean City, 1932) alude a unas líneas del inicio de otro libro suyo, "El reino y el poder". Allí se lee que “la mayoría de los periodistas son incansables voyeurs que ven las verrugas del mundo, las imperfecciones en las personas y en los lugares”.
Casi medio siglo después, evocando y pasando en limpio la poco límpida figura del mirón de hotel Gerald Foos, Talese casi se disculpa y lo disculpa con un “hay ocasiones en que un voyeur funciona sin que nadie lo advierta como historiador social”. OK, de acuerdo, puede ser.
Pero aun así uno lee "The Voyeur’s Motel" (que Alfaguara editará el próximo enero) más cerca de la perturbadora incomodidad que produce alguna de esas pesadillas despiertas de David Lynch que de la crónica reveladora. Uno se hospeda en "The Voyeur’s Motel" —la historia de un voyeur mirando a un voyeur, cuyos derechos para el cine fueron adquiridos por Steven Spielberg para que la dirija Sam Mendes— como quien contempla uno de esos accidentes al costado del camino que, sí, quisiera no mirar pero no puede dejar de ver. O, para ser más preciso y no salir de tema, algo que se observa con ese asquito que nos producen los pelos ajenos en una bañera de habitación pasajera o —el horror de los horrores— esa pieza de ropa interior sexy pero tan ajena que alguien se dejó bajo una cama demasiado chirriante y jadeante.
Y, last but not least, "The Voyeur’s Motel" es el sitio exacto en que el hasta ahora implacable Talese parece haber caído en su propia trampa y resbalarse en la ducha.
Hace unos años, de paso por Barcelona —impecable como un Leonard Cohen del Nuevo Periodismo porque “uno tiene que vestirse para cubrir una noticia como si fuese un bautizo, un cumpleaños, un bar-mitzvah, una boda, un funeral o una primera cita con esa chica que te vuelve loco… toda noticia es una fiesta”— Talese me dijo que “los periodistas somos los soldados rasos de la Historia. Debemos tener entrenamiento, rigor, disciplina. Y criterio. Pensar muy bien si se justifica destruir una vida o una carrera por una indiscreción o falta de experiencia. Cuando te dicen algo que, sabes, puede llegar a hundir a quien te lo dice, y se trata de una buena persona en problemas, yo recomiendo repreguntar, e incluso insistirle en si está verdaderamente seguro de lo que ha dicho. Nuestro negocio es la verdad. La verdad es nuestro producto, lo que vendemos. De ahí que el gremio periodístico sea el menos mentiroso de los medios. De ahí también que cuando un periodista miente sea rápidamente neutralizado por los suyos”.
Y no es que Talese haya mentido en el libro, generando tanta polémica. Pero sí que, parece, hizo algo aun peor: permitió que le mintieran y que la fiesta resultase su casi funeral profesional. Y que el poco creíble y patológico Foos, dueño de motel en carretera de Colorado con habitaciones con mirillas ocultas para —muy Hitchcock, mitad Norman Bates de "Psicosis" y mitad L. B. “Jeff” Jefferies de "La ventana
indiscreta"— satisfacer sus impulsos oscuros pretendiéndose iluminador de las conductas sexuales del norteamericano medio con una ayudita del legitimador y redentor Talese.Foos lo contactó por los días y noches en los que Talese, como un master of sex por cuenta propia, investigaba camas y prostíbulos y salones de masajes y Mansión Playboy para su mega best-seller "La mujer de tu prójimo". Entonces, Foos le escribió a Talese y se hicieron no amigos pero sí, de algún modo, cómplices.
Treinta y seis años después, Talese —con autorización de Foos, ya protegido por el vencimiento de ciertas conductas delictivas— decidió contar la historia que no incluye solo a cuerpos yacentes, sino a cadáveres estrangulados en vivo y en muerto y en directo que Foos decidió no denunciar por miedo a ser justamente condenado.
Y todo más o menos bien hasta que un periodista de The New York Times detectó imprecisiones y contradicciones en el relato de Foos y, ah, Talese avergonzado y desvinculándose del libro primero para reconsiderar luego su decisión. Y más de uno frotándose las manitos ante la visión del ídolo caído, quien meses atrás tuvo la inconciencia o el coraje de afirmar que no había sido influido o inspirado por ningún escritor o redactor del sexo opuesto (porque las mujeres no se sienten cómodas hablando con extraños o algo así) y truenos y rayos. Sí, Talese —quien no entrevistó a Sinatra para mostrarlo mejor que nadie contando cómo no pudo entrevistarlo,
y quien en alguna ocasión postuló que nunca grababa nada por temor a que las palabras exactas le arruinaran una cita perfecta— recibiendo un largo y amargo trago de su propia medicina. Mientras la gran periodista Jill Lepore revelaba en su reciente "Joe Gould’s Teeth" que el histórico Joseph Mitchell —uno de los maestros reconocidos por Talese— había mentido como un niño en su pieza maestra para el supuestamente implacable a la hora de la verificación de datos The New Yorker.
Más allá de la anécdota y la circunstancia, la pregunta es tan inevitable como precisa: ¿es un buen libro The Voyeur’s Motel, con sus páginas y páginas transcribiendo la prosa más bien torpe del megalómano Foos y sus pretensiones de artefacto singular con alcance universal? O, si se prefiere, ¿merece ser parte del canon talesiano? La respuesta es no y no; pero aun así sigue siendo un libro de y por Talese.
Un reseñista, a la hora de disculparlo o justificarlo, tuvo el acierto de compararlo con uno de esos álbumes de Bob Dylan que, en el momento de su lanzamiento, casi todos encuentran insoportable o incomprensible para, con los años, ascenderlo a la categoría de fascinante o imprescindible.
Y, sí, algo de eso hay, algo de eso habrá.
Y, ahora que lo pienso, para enjugarse el sabor amargo de su boca con una de esas botellitas de Listerine que uno se encuentra en los baños de ciertos hoteles, no estaría mal que Talese —trajeado e impoluto, más cerca de ese otro mirón que fue Jay Gatsby que de ese Willy Wonka que es el onomatopéyico y tanto más payasesco en su look Tom Wolfe— consiguiera o no consiguiera entrevistar a Dylan. Ese cantautor quien —antes que nada— se dice que fue en habitaciones de hotel donde escribió “Sad-Eyed Lady of the Lowlands” y encontró a Cristo.
No importa que no lo vea. Pero que Talese lo mire y lo cuente para que nosotros lo espiemos con sus ojos y los nuestros.
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