Instrucciones para ir a votar
Instrucciones para ir a votar
Jerónimo Pimentel

Primero, despertarse, leer el diario e intentar con alegría eso que llaman desayuno criollo.
    Segundo, reflexionar, mientras se camina hacia el nuevo centro de votación designado por la ONPE, sobre qué hermosa es la patria cuando la democracia la llena de entusiasmo y la ciudadanía, anteponiendo el bien común al propio, ejerce su deber cívico en un clima de paz, armonía y prosperidad. 
   
Tercero, espantar, como si fueran moscas que se abalanzan sobre un buffet recién servido, algunos recuerdos que nos permiten establecer cómo hemos llegado aquí y qué nos trajo. Por ejemplo:

•Elecciones de 1931. Sánchez Cerro ganó la presidencia con el 50,75% de los votos. Por el Apra postuló Haya de la Torre y el novísimo partido impugnó las elecciones declarando irregularidades en Cajamarca, donde ya era sólido. Se le considera un precedente de la revolución de Trujillo que explotaría un año después. Sánchez Cerro fue baleado en el hipódromo y, años después, asesinado. 

•Elecciones de 1939. Manuel Prado le ganó con claridad a José Quesada por 77,52% a 22,47%. La amplitud del margen es asombrosa. Sin embargo, en su libro "Así se hizo el Perú", el periodista Federico Prieto Celi recoge otra versión: una vez acabados los comicios la empresa D’Onofrio compró las ánforas de latón para usarlas en sus característicos carritos heladeros. Grande fue la sorpresa de los dueños cuando encontraron las ánforas cerradas; es decir, los votos no habían sido computados. Pero mayor fue el shock cuando, al hacer el conteo, los números favorecían a Quesada. 

•Elecciones de 1956. El JNE prohibió la inscripción de Fernando Belaúnde Terry con una maniobra política, pero el arquitecto se lanzó a la calle para hacer presión social. Fue de la plaza San Martín a Palacio hasta que le cerró el paso la policía. Enarboló una bandera, fue derribado, herido y finalmente logró su postulación. Por supuesto, perdió.

•Elecciones de 1962. Otro gran tributo a la confusión: según la ley de la época, si el candidato con mayor votación no obtenía por lo menos un tercio de las preferencias, el Congreso debía elegir al ganador entre los postulantes con más respaldo. Haya de la Torre logró el inverosímil porcentaje de 32,98% (¿serán esos 6.492 votos faltantes el origen de la obsesión aprista con los personeros?) y, ante la posibilidad de que el parlamento eligiera al líder de Alfonso Ugarte, las Fuerzas Armadas dieron un cuartelazo. Belaúnde ya había declarado fraude y amenazó con montar una revolución. Un año después sería elegido.

•Elecciones de 1995. Luego del autogolpe de 1992, con la complicidad de partidos como el PPC en el insólito Congreso Constituyente Democrático, Alberto Fujimori convocó a las urnas. A pesar de su popularidad, un precedente le preocupaba: el escaso margen con el que el pueblo aceptó la Constitución de 1993 (52,24% contra 47,76%). Dos hechos ayudaron a mejorar esos porcentajes y ensombrecieron la legitimidad de los comicios: la guerra del Cenepa, según algunos analistas, provocada para crear un enemigo externo que una al frente interno; y el escándalo de 600.000 votos falsos descubiertos en Huancavelica un día antes del sufragio. 

•Elecciones del 2000. Otra cortesía del fujimorismo: fábrica de firmas falsas, “interpretación auténtica de la ley”, utilización proselitista del Estado por parte del partido de gobierno, campañas mediáticas financiadas con fondos públicos para atacar opositores, compra de empresarios, políticos y broadcasters, sabotaje de protestas por parte del servicio de inteligencia y un largo etcétera permiten nominar estos comicios, sin asomo de duda, como la farsa más burda de nuestra historia republicana. Una payasada, no se debe olvidar, sangrienta.

    Cuarto, olvidar. O lo que es lo mismo: gritar al cielo, sin cinismo, como quien dice algo que en verdad siente, ¡qué lindo es el Perú!
    Quinto, desperdiciar un poco de tiempo tratando de identificar qué especie de árboles se usa para ornamentar las calles limeñas mientras se gana tiempo para que el cerebro ordene las diferencias que separan lo legal de lo legítimo.
    Sexto, intentar imaginar qué estará haciendo Julio Guzmán ahora. Exactamente, precisamente ahora.
    Sétimo, insistir: ¿vale la pena ensombrecer este día añadiéndolo a la infame lista? ¿Se puede acusar al Jurado Nacional de Elecciones de incapacidad moral, incompetencia profesional o de connivencia? ¿Recordaremos mañana a Távara como se rememora hoy a Portillo? ¿Los historiadores del futuro le reservarán siquiera un pie de página al singular magistrado del Jurado Especial Electoral de Lima Manuel Miranda?
    Octavo, votar al amparo de un lema escogido: “¿No tienes miedo? No, contesté. Soy libre”. 
    Noveno, convocar a Juan Gonzalo, porque él es siempre quien mejor cierra. Por ejemplo, afirmar: los poetas exageran.
    Décimo, esperar el conteo, hacer una mueca de falsa sorpresa, apagar el televisor, abrir un libro.

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