La maldita familia
La maldita familia
Rodrigo Fresán

Cuando se habla de la sagrada familia —se sabe pero no se dice salvo en voz baja y nunca entre parientes— en realidad se está hablando de la maldita familia. Todos estuvimos y estamos y estaremos allí. Prisioneros queriendo a nuestros captores. La familia como modelo del síndrome de Estocolmo y como nuestro Saigón/Vietnam al final de los "Despachos de guerra", de Michael Herr, y del "Apocalipsis Now", de Coppola (donde todo el tiempo monologa Michael Herr), mientras ese barquito se hunde cada vez más adentro y más profundo en el corazón de las tinieblas. La familia como ese “te amo, te odio, dame más” al que canta Charly García, la familia (triste o feliz) en esa primera línea de "Anna Karenina", y la familia como ese laberinto del que pensamos que en algún momento salimos para descubrir que entramos en otro laberinto en el que antes solo había padres y, de pronto, ahora también hay hijos.
    Abandonad toda esperanza quienes entren allí. No Exit. Siempre hay más lugar al fondo sin fondo. Aunque más de una vez fantaseemos con ello, imposible desenchufar o cambiar de canal de nuestra familia para ver otra cosa.
    De ahí que no sea casual que la televisión y el televisor (ese familiar pariente que es otro de los nuestros mirándonos mientras lo miramos en familia) desde el vamos siempre haya utilizado a la familia como tema y vehículo y radiactivo y tóxico caballo de Troya para entrar en el inconsciente colectivo de nuestros hogares, agridulces hogares.
    Así, los Nelson, los Brady, los Soprano, los White, los Alcántara, los Addams, los Ewing, los Simpson, los Walton, los Serrano, los Carrington, los Picapiedra, los Ingalls, los Falcón, los Munster, los Partridge, los Campanelli, los Cosby, los Robinson, los Ricardo, los Jetson —pueden insertar aquí el apellido favorito de ustedes—, toda serie no familiar acaba siéndolo porque, recuerden, Friends terminó con todos (menos el impresentable Joey) formando y (de)formando familia.
    Y, ah, los infiernos tan temidos de todas esas familias en telenovelas mexicanas y venezolanas.
    Lo que me lleva a mi familia catódica favorita —seguida muy de cerca por los Jenning, esos espías rusos en The Americans de la que ya hablaremos aquí mismo, algún domingo de estos— de estas noches: los Donovan, en "Ray Donovan". Serie que misteriosamente —tal vez mejor así— no suele ser tema de conversación como lo es esa tontería incomprensible que es "Game of Thrones" y que fueron "Lost" o "True Detective. No le falta prestigio crítico y hasta se ha llevado algún premio importante, pero, al igual que la ya mencionada "The Americans", "Ray Donovan" es como uno de esos leviatanes que se mueven por aguas oscuras y peligrosas. Tal vez "Ray Donovan" esté pagando el precio y la desintoxicación de esa formidable sobredosis de dark familiar que fue Breaking Bad. 
    Pero —su pesar es nuestro placer— por suerte Ray sigue. Y su cuarta temporada arrancó el mismo domingo de las segundas elecciones españolas, tan mal actuadas por todos sus malos actores y quienes, sí, se merecen una de esas contundentes y dolorosas visitas a domicilio que suele hacer Ray para ver si se enteran de una buena vez de lo muy pero muy cansados de todos ellos que estamos por aquí.
    Si Ray Donovan fuese una película sería una de Robert Altman o de Hal Ashby. Si fuese un cuadro, estaría firmado por Ed Ruscha o David Hockney. Si fuese una canción, tendría la voz de Warren Zevon o de Dennis Wilson o de David Ackles. Si fuese una novela, sería una de Ross Macdonald o una de Joan Didion. Si fuese una serie de televisión, sería "Ray Donovan".
    Y ya saben (o no): Ray Donovan (un casi impasible Liev Schreiber) es un fixer todo-terreno al servicio de los poderosos de Los Angeles. Ray se dedica, en sus propias palabras, a “alterar la historia” y a estar “tan cansado de solucionarles los problemas a gente que no se lo merece”. 
    ¿De dónde viene Ray? Desde Boston —con Irlanda en su ADN– a Los Angeles: ciudad a la que en un episodio alguien define como “el lugar donde acaba cayendo todo lo que está suelto en el resto del mundo”. Pero Ray no cae sino que desciende del Ned Beaumont, de "La llave de cristal", de Dashiell Hammett; del consigliere Tom Hagen, en "El padrino", de Mario Puzo; del abogado especialista en lo que ninguno de sus colegas quiere especializarse que es George Clooney en esa joya de culto que es "Michael Clayton". 
    Creada —sorprendentemente, pocas veces se ha escrito una serie tan mucho macho aunque con grandes mucha hembra— por Ann Biderman y con un grupo de guionistas que incluye a Michael “The Player” Tolkin, "Ray Donovan" recuerda al gran cine de los 60/70 en Estados Unidos. De ahí que, en su reparto, brillen glorias como James Woods, Elliott Gould, Paul Michael “Starsky” Glaser y un inmenso Jon Voight (ganador de un Globo de Oro por este papel), quien, en el rol de Mickey “Mick” Donovan, el padre recién salido de la cárcel de Ray, da miedo, mucho miedo. Y, también, una cierta ternura. Ahí, mafiosos armenios, luchadoras libres y mexicanas, sacerdotes pederastas, feroces millonarias con aparatos de ortodoncia, atletas incestuosos, sicarios israelíes, action-heroes gay y una magnífica aprendiz de fixer lesbiana, profesores de secundaria viudos y atormentados, juveniles estrellas de rap, capos del FBI sexópatas, mentores con obsesiones talmúdicas, prostitutas generosas y no nos olvidemos de ese delfín que habla y aconseja a Mick en sus más definitivos momentos de decisión. Y, entre todos ellos, ahí va y aquí viene de nuevo Ray con esa cara mezcla de asco y hartazgo al enterarse —esto es verdad— de que ya muere más gente intentándose sacarse un selfie tonto y peligroso que por ataque de tiburón.
    Pero, por encima de todo y de todos, de empleadores y despachados, el verdadero problema/profesión de Ray —y ese va a ser foco esta cuarta temporada— pasa por mantener más o menos estable a su nitroglicerínica familia con una capacidad pasmosa para generarle nuevos problemas a fixear. Para Ray Donovan la familia es lo primero y, todo parece indicarlo, va a ser lo último. “Los quiero mucho… Todo irá bien”, balbucea con aliento a whisky al final del primero de la cuarta. 
    ¿Cómo engancharse con el anzuelo de Ray Donovan para ya no soltarlo nunca? Fácil: séptimo episodio de la segunda temporada, dirigido por el propio Schreiber. Se titula “Walk This Way”, y es una obra maestra. Ahí, fiesta familiar, todos los Donovan. Y —esposa insatisfecha, hermanos disfuncionales, abuelo volátil— mejor no juntarlos y mucho menos agitarlos. Y, la excusa era el cumpleaños del hijo, Conor, quien exigió que todos se reunieran por una vez y en paz, todo sale mal. Y todo acaba a los gritos y golpes y llantos. “Conor quería a la familia de regalo y recibió a la familia”, comenta un lacónico/etílico Ray —especialista en la solución ajena y el problema propio— sobre las ruinas. 
    Y Ray acaba bailando con su hijo, en la cocina, borracho, aquella canción de Aerosmith reinventada junto a Run DMC. 
    Final feliz.
         Final triste. Como las sagradas malditas familias.

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