El saber perder como una de las bellas artes, por Jaime Bedoya
El saber perder como una de las bellas artes, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

El señor Ricardo Gareca debería tener mucho cuidado con la responsabilidad que supone dirigir la selección 
peruana de fútbol. A la fecha el Perú ha dejado de participar en ocho campeonatos mundiales consecutivos, lo que ha supuesto el fluido tránsito de una veintena de entrenadores vistiendo el buzo respectivo, centenares de jugadores convocados con exponencial cantidad de novias vedettes involucradas en las concentraciones e innumerables especulaciones matemáticas de por lo menos cuatro generaciones (1). Esto ha derivado en proporcional ratio de insultos a los sucesivos responsables del proceso, vituperio extensivo a sus familiares, siempre víctimas inocentes. 
     Hablamos de un legado sólido y estructurado, construido sobre los hondos cimientos de la desilusión constante. Respetemos eso.

Como es habitual, no se valora lo que se tiene hasta que se pierde. En la construcción de este bagaje hay invertidas tres décadas y media de adaptabilidad al fracaso y la desventura, habiendo desarrollado una relación familiar con el revés que viste de corto. Al día siguiente del partido sabemos perfectamente cómo acurrucarnos confortablemente en los brazos del descalabro, acopiando fuerzas antes de mirar hacia adelante en busca de la próxima frustración. 
     El valor intrínseco de esa resiliencia social adquirida debería valorarse con mayor justicia. Es el mismo valor que hace único al salmón que nada contra la corriente, a la cabra que salta al abismo, a la tortuga boca arriba que espera inmóvil su destino.

Porque asumido el desastre es que distinguimos la verdad camuflada en él. La victoria es conservadora y fugaz. La derrota es eterna. Más importante aun, es innovadora por naturaleza: siempre existe una manera diferente de perder. 
Posibilidad en la que la creatividad del futbolista peruano se nutre, desarrolla y crece.

Pretender reemplazar una cultura por otra supone la suplantación de los valores que la sustentan y de las causas y mecanismos que convirtieron la misma en la normalidad. La cultura de la derrota está articulada en nosotros. Se ha convertido en un mecanismo definitorio de ciertas características psicológicas. Celebramos antes de tiempo a sabiendas de nuestra casi nula posibilidad de éxito, ya conociendo a quién culparemos del infortunio. El bálsamo cicatrizante de la burla autorreferencial, sumado a la exaltación del triunfo moral, logra que la derrota ya no duela, porque es nuestra. Estamos en pleno 
derecho de defenderla.

Como dijo Borges refiriéndose sin saberlo a la oncena peruana, la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce. Si Gareca nos quita eso, nos quita todo. Nos deja desvalidos, indefensos e inseguros ante la misteriosa dinámica del triunfo, ese desconocido.

(1)    Según el INEI, aproximadamente 25 millones de personas.

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