Tres son las lecciones de provecho recogidas luego de haber llevado a mi hijo al estadio a ver el partido de la selección peruana contra la de Brasil. Primera vez en sus cuatro años que pisaba el coloso de José Díaz*, primer escenario deportivo nacional concebido bajo la sabia consigna de un gobernante militar: la democracia no se come.
Aparte de esas tres lecciones, hay una variante, no tanto enseñanza como probabilidad trunca, que es la de cuestionarme si no hubiera sido más sensato deshacerse de las dos entradas —regaladas, gracias— en la reventa.
La primera lección llegó de los pies de Neymar cada vez que se apoderaba de nuestra área trazando diagonales, elipsis, parábolas y demás líneas de ataque, estableciendo una lectura psicomotora integral de la cancha. Su accionar demostraba que el fútbol no solo es un juego, sino también una forma de inteligencia física. Que cuando se manifiesta en plenitud es un evento fluido, orgánico y de connotaciones estéticas propias de aquellas bellas artes que involucran mente y cuerpo.
Poder contemplar ese nivel de fútbol abona a favor de la aceptación de que nuestra versión de esta misma actividad deportiva, contigo Perú, suele ser mucho más corazón que cerebro.
La segunda lección supuso una inmersión intensiva y poderosa en los usos y costumbres de la derrota digna. Es importante que los más pequeños tengan un contacto temprano y sincero con la constante nacional que supone la debacle honrosa. Porque existen diversas maneras de perder.
La peor de ellas es la carente de honor. La mejor de todas demanda una entrega total a la causa, siempre determinada por las limitaciones propias de la realidad pero no por ello menos sincera en su pundonor y en la consumación del maravilloso pleonasmo, ojalá peruanismo, de “el todo por el todo”.
La historia nacional abunda en héroes vencidos pero intachables, todos con monumento y algunos con feriados no laborales. En natural sincronía, nuestro fútbol es una sucesión sistemática de triunfos morales y momentos a punto de ser gloriosos. Antes de clasificar a México 70 la selección peruana pasó 40 años sin ir a un Mundial. Y después de España 82 ya vamos por los 34 sin pisar ese certamen. Ello no impide que el himno no oficial del balompié peruano se intitule “Perú, campeón”. Es el grito que repite la afición.
La tercera lección es tal vez la más importante de todas. Esta comenzó en el momento en que el infante mencionado en el primer párrafo subió las escaleras de ingreso al estadio, y en trance iniciático que ha bautizado a infinidad de peruanos bajo una ingrata fe, una sonrisa brotó en su rostro al encontrarse por vez primera con la majestuosidad nocturna del trajinado gramado que será escenario sacrosanto de sus gozos y lamentos futuros, arbitrariedad emocional dictada por la gitanería propia, envuelta en humo, de la blanquirroja.
Al terminar el partido preguntó esperanzado si había un tercer tiempo.
Ha guardado las entradas de recuerdo.
*Militar argentino (1801 – 1857) que peleó al lado de San Martín. Se dice que fue el primer soldado patriota en entrar a una Lima liberada. Nunca jugó fútbol.