Que viva la muerte, por Jaime Bedoya
Que viva la muerte, por Jaime Bedoya

Todo empezó con un primer y tajante panel colocado a la vera del zanjón: “Pena de muerte para violadores de niños”, ofrecía un candidato sin nombre. Para centenares de adormilados trabajadores en diario camino a sus quehaceres, imaginar las diversas maneras de hacer justicia brutal se convirtió en un socorrido esparcimiento camino al inevitable destino final del trayecto. Castración primero, fusilamiento después, por ejemplo. Los lunes se hicieron más llevaderos.

A las pocas semanas un segundo panel le hizo compañía: “Cadena perpetua sin atenuantes”, rezaba el mensaje presentado por un candidato de aspecto decidido que sin embargo no especificaba quiénes ameritarían esa pena. Qué importaba, si la sola idea de hundir a alguien en la cárcel de por vida renovaba las esperanzas matutinas en un país mejor.

Lo que se desarrolló a continuación fue la proyección exponencial de las expectativas vindicativas de la ciudadanía. Sobre los cimientos del contagioso impulso social del auroral “Chapa tu choro”, los candidatos más responsables intentaron posicionarse electoralmente mediante la cosmética iniciativa de los patrullajes militares. Es decir, conscriptos tomando aire fresco, ajeno al claustrofóbico ambiente de pie de atleta del cuartel, susurrándoles a las muchachas en los parques. Funcionó por un rato. Inclusive llegaron a considerarlo parte del “debate nacional” (1). 

Eso acabó cuando inopinadamente un candidato menor difundió la propuesta de agregarle toque de queda y retenes militares distritales, lo que disolvía a la Policía por ineficaz. Hubo un silencio expectante, presumiendo que hasta ahí se llegaría y entonces la discusión pública se reencauzaría hacia los acostumbrados temas de fondo, como el embarazo de alguien conocido con otro no tanto. Pero no.

¡Campos de concentración para pandilleros!, agregó entonces un parlamentario animándose a una reelección y citando a un colega que alguna vez había citado a Hitler. La idea fue aclamada, desarrollada y amplificada, y se convirtió el tema en máquina perfecta de likes y memes virales: la terminación de la existencia como fórmula de armonía social. La paz del cementerio se transformó en oportuno plan de gobierno.

El debate electoral se centró en torno al voltaje idóneo para electrocutar a una persona en tiempos de energías renovables. Y en la profesionalización del oficio de verdugo, servidor público que en los programas de gobierno era infaltable referencia a la generación de empleo. Las encuestas se disparaban excitadas ante cada propuesta de reparación terminal. El eslogan de campaña que se impuso mediante contagioso jingle fue “Ningún criminal morirá en su cama”.

Fue entonces que las Élites intelectuales se involucraron en el asunto. Siempre desubicadas en lo que respecta a la conexión real con la gente, el capítulo peruano de la Sociedad de Conocedores del Asesinato publicó un manifiesto que pretendía mediante el sarcasmo liquidar el discurso tanático nacional. El texto, parafraseando al autor inglés Jonathan Swift (2), se intitulaba:  
"Una modesta propuesta destinada a evitar que los niños del Perú sean una futura carga delictiva para la sociedad y el país."
     El desarrollo de la propuesta constaba de dos palabras: “cocinarlos y comerlos”. 

La opinión pública, escandalizada,  los tildó de bárbaros y degenerados. Una espontánea higiene social dio por concluido el debate en torno a la muerte y todo volvió al statu quo habitual: crimen, coima, impunidad, etc. El candidato considerado como el mal menor y mejor defensor de este orden fue elegido por la mayoría. 
La normalidad nunca se sintió  tan extraordinaria.

(1)      Este en realidad se definía en torno a la polémica de si Yahaira Plasencia había roto o no a Jefferson Farfán.
(2)    La obra en cuestión es A modest proposal (1729). Hasta donde se sabe el autor no está relacionado con 
la señorita Taylor.

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