Hace apenas un par de semanas, la Conferencia Española de Decanatos de Filosofía publicó un pronunciamiento en el que celebra el acuerdo del Parlamento español de reincorporar el curso de Filosofía como materia común y obligatoria en el currículo escolar. Lo considera un logro comparable a la reconquista de un bien perdido, porque durante años la Filosofía fue excluida de la enseñanza escolar y reemplazada por materias interdisciplinarias genéricas o descartada por su ‘inutilidad’. El caso español no es único, porque las tendencias educativas se imponen hoy en el mundo con insólita celeridad, curiosamente siempre de manera uniforme pero bajo el ropaje del pluralismo y la sabiduría interdisciplinaria.
También en varios países de América Latina se ha eliminado la enseñanza de la Filosofía del programa escolar. Pero, en los últimos años, en dos países se han librado batallas similares a las de España y con un desenlace exitoso: Chile y México. Son casos emblemáticos: hallándose casi en las antípodas de modelos de organización social (uno neoliberal, otro corporativista), lograron obtener el respaldo del cuerpo docente y de la opinión pública y revertir la medida a través de una decisión en el congreso.
En el Perú se ha producido en años recientes una serie de reformas en el sistema educativo, pero con un rumbo errático y al compás de varios cambios traumáticos en la conducción del ministerio competente. Eso sí, la Filosofía fue eliminada del currículo como curso obligatorio, con un doble argumento, muy parecido al que se hizo valer en los casos citados. En primer lugar, se cuestionaba su utilidad práctica en la educación de los jóvenes que deben integrarse a una sociedad orientada hacia los requerimientos del mercado. En segundo lugar, se pretendía traducir el resto de valor que podría acaso tener esa disciplina a una amalgama de “competencias, capacidades y estándares de aprendizaje nacionales” que reproducen la actual tendencia burocratizante en la concepción y la evaluación de la educación en todos sus niveles, no solo en el secundario sino también en el universitario.
El resultado es un producto muy curioso. El currículo escolar presenta una voluminosa y sofisticada justificación teórica de los principios e ideas matrices deseables para la formación de los alumnos, por momentos incluso con argumentos de corte filosófico, como el énfasis en el cultivo de la autonomía, en el respeto de la diversidad cultural, en la importancia del enfoque de género o en la promoción de los valores cívicos.
Hay allí poco que objetar, salvo el hecho, ya mencionado, de la tendencia burocratizante. El problema principal es, más bien, que al momento de convertir esa florida concepción del aprendizaje en una lista de materias que debieran paulatinamente transmitir sus ideas centrales, lo que encontramos son disciplinas gaseosas, supuestamente interdisciplinarias, que diluyen los temas cuyo estudio sería indispensable para obtener el resultado que aquella concepción se propone como meta.
—El sentido de la vida—
Un buen curso de Filosofía, al menos en los dos últimos años de secundaria, podría ser mucho más útil para reforzar las ideas valiosas que contiene el ambicioso plan curricular y podría, además, desarrollar el espíritu crítico de los alumnos, que parece ausente de aquel plan. Haría falta, claro, actualizar debidamente el programa y ajustarlo a los nuevos requerimientos pedagógicos, pero cuidando de no ceder a la tentación mercantilista hegemónica.
La teoría del conocimiento, la ética, la estética y la conciencia histórica deberían ser los pilares de ese programa, en otras palabras: la reflexión sobre el sentido de la verdad, de la corrección moral, de la experiencia artística, ligadas a la conciencia de que somos parte de una sociedad multicultural con una historia compleja que ha marcado indeleblemente nuestra autocomprensión.
La Filosofía es una disciplina que, como ninguna otra, tiene una formidable ventaja pedagógica: pudiendo ser muy técnica o especializada, tiene como finalidad última la comprensión del sentido de la vida, lo que es una preocupación de todos los seres humanos. Y por ello es la mejor herramienta para discutir sobre los problemas que más nos aquejan: la defensa de la libertad, el cultivo del bien común, el desarrollo de la conciencia crítica, la promoción de la igualdad de género, el reconocimiento de la verdad, la lucha por la justicia, el aprecio de nuestra diversidad cultural y de nuestra memoria nacional.