Según el autor, el espíritu de la universidad se ha visto alterado por la lógica cuantitativa y mercantil.  [Foto: Nancy Chappell / archivo]
Según el autor, el espíritu de la universidad se ha visto alterado por la lógica cuantitativa y mercantil. [Foto: Nancy Chappell / archivo]
Miguel Giusti



Desde hace un tiempo se viene observando internacionalmente una tendencia a reducir, cuando no simplemente a eliminar, cursos o carreras de humanidades en la formación universitaria. Esto ocurre no solamente en las llamadas “universidades con fines de lucro” (expresión que, en sentido estricto, es una contradicción en los términos), sino en muchas otras tradicionales y públicas, lo que ha traído consigo una vasta polémica sobre si las humanidades son útiles o superfluas en la educación superior. Pero en esta polémica hay más de un espejismo que conviene aclarar para entender lo que realmente está en juego tras la tendencia indicada.

El primer espejismo consiste en creer que el problema es interno a la universidad, es decir, que se trata simplemente de decidir cuántos y qué cursos de humanidades han de ofrecerse a los estudiantes de cualquier carrera, y que por ello cada universidad puede resolver el asunto a su manera. Hay, en ese sentido, universidades que se precian de tener muchos cursos de humanidades y de ofrecerlos a los alumnos de todas las facultades, imaginando que de este modo promueven una cultura humanística y creyendo diferenciarse así de otras universidades que no lo hacen.

Pero el problema no radica allí. El verdadero problema consiste en que la universidad misma se ha ido transformando con el tiempo en una gigantesca maquinaria burocrática, en una industria académica internacional que es esencialmente contraria al espíritu de las humanidades. Es insignificante la relevancia que pueda tener lo que se enseñe allí en materia de ciencias humanas, porque la ley general que impera en ella contradice en los hechos esa enseñanza.

Todas las actividades de la vida académica —desde el dictado de los cursos hasta la realización de investigaciones, desde el registro de las publicaciones hasta el trabajo más rutinario— han sido traducidas forzadamente a procesos de gestión, divididos en centenares de indicadores y bajo una lógica evaluadora de tipo cuantitativo. Contradiciendo abiertamente la naturaleza cualitativa de la generación del conocimiento y de la creatividad científica, se pretende promover la “calidad” de las actividades académicas por medio de instrumentos de medición y de parámetros estandarizados de gestión. En este trasplante de la mentalidad gerencial a la vida académica no ha habido siquiera la preocupación por respetar la nomenclatura universitaria, de modo tal que los profesores somos ahora “proveedores”; los alumnos, “clientes”; las investigaciones, “resultados” o “productos”, y así sucesivamente.

¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre todo, que esta haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido con ella lo que con muchas otras instituciones sociales sometidas al proceso de globalización: que los imperativos económicos y mercantiles del sistema han pasado por encima de las instancias políticas o democráticas (es decir, lo han hecho inconsultamente) para implantar la lógica del mercado y la gestión de sus intereses como si estos fueran la clave del funcionamiento de la sociedad (y de la universidad). Los profesores y los alumnos hemos visto, con tanta impotencia como desconcierto, que se imponía sobre nosotros un orden de cosas indeseable y foráneo, con la fuerza incontenible de un tsunami y como si fuese un proceso irreversible, aunque, claro está, también ha contado con la complicidad de un buen número de autoridades locales que, por razones varias, se han dejado seducir por los cantos de sirena del sistema.

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Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables procesos, reales o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una igualmente abultada clase de funcionarios de la educación superior. Dentro de cada universidad, en cada país y también en el plano internacional: una extensa red de evaluadores, supuestamente expertos en gestión, encargados de la aplicación de los indicadores cuantitativos que midan el funcionamiento de la máquina. Con ironía y agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien fue víctima de los antepasados de estos funcionarios, los llamaba “negociantes del conocimiento”: ellos no producen ni poseen el conocimiento que producen y poseen los profesores, pero se las han ingeniado para convertirse en funcionarios que imponen ahora a los profesores los parámetros de su actividad académica, y han hecho de eso el negocio de su vida.

Esta evolución de la universidad, decía, es contraria a la cultura humanística, porque si algo nos han enseñado las humanidades en la historia es que la creatividad y la innovación del conocimiento tienen que nutrirse de las hondas raíces de la tradición, desarrollarse en libertad, no admitir sometimiento alguno a los poderes temporales (tampoco al del mercado), ampliar continuamente el sentido de lo humano, interesarse por las creaciones de otras culturas, promover una conducta ética solidaria, cultivar las artes; en una palabra, seguir labrando y renovando el ideal de humanidad que se encuentra en la base de la fundación de la universidad.

El filósofo francés Jacques Derrida publicó el año 2001 un ya legendario ensayo titulado “La universidad sin condición (gracias a las humanidades)”. Sostiene allí, convencido de estar recogiendo la inspiración más profunda de la idea de universidad en la historia, que a ella debería reconocérsele no solo la autonomía académica, sino además una libertad “incondicional” de crítica y de producción de conocimiento sin estar sometida a los requerimientos inmediatos o utilitarios del mercado. Y esto solo es posible, piensa, gracias a las humanidades. Lo que ahora define la universidad, por el contrario, es una inmensa red de condicionamientos cuantitativos con propósitos utilitarios que ahogan el trabajo académico, banalizan la investigación y entorpecen la búsqueda de la verdad.

El debate, la crítica y la cultura humanística han permitido desde sus inicios el desarrollo de la universidad como institución.
El debate, la crítica y la cultura humanística han permitido desde sus inicios el desarrollo de la universidad como institución.

En efecto, lo peor de todo es que el sistema burocrático no solo es contrario a la esencia de la universidad, sino que además no funciona. Mejor dicho: es contraproducente, obtiene lo contrario de lo que se propone. Eso lo percibimos a diario los profesores, que advertimos claramente la falta de idoneidad de los criterios cuantitativos; vemos cómo se manipulan las cifras para simular prestaciones y producciones académicas, y perdemos además muchísimo tiempo en rellenar formularios burocráticos. Pero no es solo nuestra percepción. También hay estudios científicos que nos advierten sobre la existencia de este contrasentido. El sociólogo Donald Campbell, por ejemplo, formuló a fines del siglo pasado, como resultado de sus investigaciones empíricas, la siguiente tesis, conocida ahora como la ley de Campbell: “Cuanto más se utiliza un indicador social cuantitativo para la toma de decisiones sociales, mayor será la presión a la que estará sujeto y más probable será que distorsione y corrompa los procesos sociales que supuestamente debe monitorear” (Campbell, 1976). Esto es exactamente lo que está pasando con la cultura evaluativa actual en las universidades: los indicadores cuantitativos introducidos con el fin de mejorar la calidad de las actividades académicas están produciendo el efecto contrario: su distorsión, su corrupción, su banalización, la disminución de la calidad.

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Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo la intención de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es decir, que no admiten ningún control de calidad. Difícil imaginar una situación más lamentable que la de nuestro país, donde se conjugan males muy diversos debidos a la anarquía del sistema universitario, al abandono del Estado y a la proliferación indiscriminada de negocios académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los alcances o las deficiencias de la ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en primer plano ha sido la tendencia general de la cultura evaluativa internacional y sus efectos perniciosos, antihumanísticos, sobre el sentido del quehacer universitario.

¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido de que sí la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros universitarios de todo el mundo y que está llevando a muchos profesores a abandonar la universidad. La resistencia es posible, en primer lugar, porque esta tendencia está condenada al fracaso; tarde o temprano, las comunidades universitarias se convencerán de que la burocracia de la educación superior está distorsionando, en la teoría y en la práctica, la esencia de la universidad. Y lo es también, en segundo lugar, porque lo que aquí llamamos “cultura humanística” no se restringe a un tipo determinado de cursos o a una facultad en particular, sino concierne más bien a todos los profesores de la universidad, de todas las facultades: es una convicción profunda sobre el sentido mismo de nuestro trabajo y sobre la necesidad de defenderlo frente a la mercantilización y la banalización de la cultura. Es una causa que ganará la adhesión de muchos profesores y por la que vale la pena empezar a ofrecer resistencia.1

1 Muchas de las ideas expuestas aquí fueron discutidas en el congreso internacional El Conflicto de las Facultades. Sobre la Universidad y el Sentido de las Humanidades, realizado en la PUCP, del 5 al 8 de setiembre del 2017: https://congreso.pucp.edu.pe/humanidades/.

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