CATHERINE CONTRERAS

En el reino de los fungi, la trufa blanca se lleva la corona. Creciendo bajo tierra al pie de castaños, nogales y robles, el valorado hongo europeo esconde tras su apariencia hosca unas cualidades que lo convierten en uno de los insumos más preciados en la alta cocina.

Su aroma es intenso y particular, envolvente y excitante. Su sabor, difícil de describir: placentero, persistente, delicadamente metálico, adictivo sin duda. Un gastrósofo como Marco Antino lo sabe y, por ello, desde que abrió su restaurante Symposium en el 2004, cada año procura presentar el valorado producto a sus comensales.

Empezamos en petit comité y desde entonces se fueron pasando la voz, siempre en el mes de noviembre, cuenta el italiano que celebra los últimos días de su Festival de la Trufa Blanca, que es más escasa que la negra y se cosecha solo entre octubre y noviembre.

Tesoro de alba La trufa que Marco Antino sirve en su restaurante de San Isidro recibe el nombre en latín de Tuber magnatum pico y viene de la localidad de Alba, en Piamonte, donde hace unos días se subastaron 11 piezas a la exorbitante suma de 367.620 dólares.

La experiencia dicta servir la trufa blanca acompañando sabores delicados, para permitir que el elegante hongo se luzca a plenitud, sin que nada contrarreste su disfrute.

Antino se encarga personalmente del servicio, rallando sobre el plato elegido la trufa fresca que explota en aromas nada más se posa en la mesa.

Su sugerencia para este disfrute incluye solo seis platos. De entrada, un tartar de lomo con huevo frito; un huevo poché con polenta, y una crema de queso fontina. De fondo, el anfitrión permite elegir entre su clásico risotto de funghi porcini, un tagliolini al huevo con mantequilla o los ravioles de fontina.

La sencillez de cada plato se verá potenciada con estas finas virutas marmoleadas. Su paladar lo celebrará, y su memoria gustativa nunca lo olvidará.