Una imagen bastante común en Lima y el interior del país. (Foto: César Campos).
Una imagen bastante común en Lima y el interior del país. (Foto: César Campos).
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Pedro Ortiz Bisso

Uno de los locales de venta de gas clausurados esta semana por la Municipalidad de Breña tenía un ambiente que daba a la calle, donde se apiñaban los balones. En la parte del fondo se podía ver una especie de forado en una pared –sí, un forado, porque no era una puerta, aunque quienes lo hicieron querían que así pareciera– a través del cual se accedía a una pequeña habitación que fungía como depósito y espacio de descanso.

De ser sorprendidos por una emergencia, los dependientes no solo debían buscar la manera de salir lo más rápido posible de ese minúsculo recinto, sino apelar a su velocidad y capacidad de dribleo para evadir los balones y, recién en ese momento, ganar la calle.

Imagino que se preguntará: ¿y qué de extraño tiene esto si en Lima –y el resto del país– abundan los establecimientos con esas características?

El negocio familiar de una compañera de colegio era un local de distribución de gas en La Victoria. Ella vivía en los altos. Recuerdo que por años, cuando pasaba frente a su casa, me preguntaba si alguno de sus padres, sus hermanos o ella misma eran fumadores. También imaginaba situaciones más complicadas, como un incendio en su cocina o un cortocircuito en alguna habitación. ¿Cómo podrían salvarse si entre ellos y la calle había un muro de cilindros repletos de gas propano?

Solo cuando ocurren tragedias como la de Villa El Salvador tomamos conciencia de la manera como vivimos, los peligros que nos acechan, qué tan temerarios somos.

Hemos normalizado tantas situaciones que parece extraño que alguien advierta que no es civilizado vivir así, que esta convivencia con la muerte no puede ser normal.

¿Cuántas veces vemos a diario a ciclistas abrazados a uno o más balones de gas, haciendo piruetas en medio del tráfico para no estrellarse con un auto o atropellar a un transeúnte?

El delivery de gas en motos y bicicletas es una práctica generalizada sobre la que, como reportó El Comercio esta semana, no existe una norma que lo prohíba. Tampoco hay una autoridad con poder suficiente para poner coto a esta peligrosa costumbre. “¡Pero si no pasa nada, exagerado!”, “Los balones son resistentes, si se caen no revientan”.

Me gustaría escuchar las mismas explicaciones cuando uno de estos ciclistas provoque un choque o, como dice Mario Casaretto, jefe territorial de los bomberos de Lima y Callao, “vuele una moto”. Recién en ese momento las cosas cambiarán.

Como suele suceder en nuestro querido país.

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