Carlos Alberto Sayán Díaz pidió permiso para ir al baño y nunca más lo volvieron a ver. (Foto: Hugo Curotto)
Carlos Alberto Sayán Díaz pidió permiso para ir al baño y nunca más lo volvieron a ver. (Foto: Hugo Curotto)
/ Hugo Curotto
Pedro Ortiz Bisso

La reciente recaptura del delincuente Carlos Sayán Díaz, anunciada a través de un tuit por la , fue acompañada con un hashtag indescrifrable.

¿Cómo inferir qué quiso decir el community manager cuando utilizó la etiqueta #LaPNPNoSeDetiene? Si intentó aludir a la condición de la policía como un ente dinámico, que se halla en permanente movimiento, lo primero que hace falta saber es en movimiento hacia dónde. Porque si nos ceñimos a los últimos actos en lo que ha estado involucrada, la referencia tendría que ser al ridículo profesional.

Sayán Díaz es un comercializador de drogas que huyó de la Dirección de Criminalística, cuya sede se encuentra en el complejo policial de la avenida Aramburú, uno de los más custodiados del país.

Para escapar no requirió de la movilización de un equipo de comandos especializado ni demandó el uso de algún ingenioso adminículo, como los espías de las historias de la Guerra Fría. Sayán abandonó el edificio enmarrocado y por sus propios medios, luego de que su custodio “lo encargara” a otro efectivo policial, ya que le urgía acudir a los servicios higiénicos. Cuando el agente volvió, Sayán se había esfumado. Al preguntarle a su compañero por su paradero, este respondió con un seco: “No sé”.

Pero esta escena que parece salida de una película de Woody Allen no es inusual en el planeta policial. Apenas una semana atrás, tres integrantes de una banda dedicada a robar relojes de alta gama huyeron de la celda donde se encontraban en una comisaría de Miraflores. Tampoco lo hicieron ayudados por miembros de un equipo de élite o a bordo de helicópteros camuflados para evitar ser detectados por las fuerzas del orden. Se escaparon como “Los chicos malos”, esa tripleta de ladronzuelos de los viejos cómics del Pato Donald: limando los barrotes de su calabozo.

Nadie como la propia policía para cimentar su desprestigio. Aunque el tamaño de estas torpezas obliga a sospechar si en realidad estas negligencias no son más que burdos disfraces de actos delictuosos. Sea lo que fuere, no resiste el menor análisis que la seguridad de la población esté en manos de personal que ha demostrado hasta la saciedad que no se encuentra capacitado para asumir responsabilidad tan delicada.

La encuesta de El Comercio-Ipsos que publicamos en esta edición explicita esa sensación de indefensión: el 79% de encuestados se siente más inseguro que el año pasado. Y el 24% señala que no ve a la policía custodiando su barrio.

La policía insiste y pide que no dejemos de confiar. ¿Pero confiar en qué? ¿En que el próximo ladrón no se les escapará manejando un patrullero?

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