Olga Pomatay saca una batea de agua con jabón. No ha podido conseguir lejía, pero quiere tener los pisos limpios de sus casa y de la fachada. Desde que inició la cuarentena se levanta todos los días a las 6 a.m. para realizar esa labor, que le toma dos horas.
La mujer lleva puesta una mascarilla que hizo artesanalmente con paños húmedos. Eran parte de las reservas que le quedaban delo que le donaron luego de la deflagración de gas dos meses atrás.
Desde que el gobierno decretó la cuarentena para evitar la propagación del COVID-19, todas las obras en la calle Villa del Mar se han paralizado. Fuera de su casa hay cúmulos de tierra. Pomatay, que es asmática, detiene su rutina de limpieza, se sienta sobre unas frazadas, y presiona su inhalador.
Olga vive con su esposo y sus dos hijas, los sobrevivientes de la desgracia del 23 de enero. El día de la deflagración ella tuvo un ataque de asma y se fue al hospital. Su familia iba a ir a darle el encuentro luego. Veinte minutos el fuego se dispersó por toda la cuadra y alcanzó a sus dos hijos mayores, Jhordy y Jordan. “Jhordy es el que se ve triste”, dice señalando una gigantografía donde aparecen los hermanos. “Él siempre estaba triste”, agrega.
Añadida a esa tragedia viene el aislamiento obligatorio. También la imposibilidad de trabajar y la dependencia total de las autoridades y de la parroquia del distrito, donde se atiende para sobrellevar la depresión.
“Allí me dan mis pastillas. No es fácil vivir con esto. Vi a uno de mis hijos sin piel, en el hospital. Al otro lo vi ya en la morgue, desfigurado. Luego, los vecinos me enseñaron los videos donde se les veía envueltos en llamas. Y ahora viene una segunda tragedia. Necesito estar bien. Ya perdí dos hijos. No puedo perder dos más por el coronavirus”, dice.
Por lo pronto aún le quedan las menestras y el atún que muchos voluntarios fueron a dejarle entre enero y febrero. “El alimento no nos falta. Lo que más necesitamos son productos de limpieza. Pero con tantos problemas que hay, quizás ya se han olvidado de nosotros”, dice.
Mientras conversamos, una vecina se acerca a su casa y le pregunta por una de sus hijas. “No va a salir, ah”, le contesta de inmediato. La vecina le insiste que solo ha ido a recoger una mochila. La madre ingresa para buscar el bolso y se lo entrega.
Adentro, las niñas buscan la manera de distraerse. Juegan con rizadores de pestañas, miran la tele.
El resto de la cuadra está vacía. “Así no hubiera cuarentena, ya no hay niños que salgan a jugar. O están en los módulos o están en el cielo. Yo me fui al hospital y mis vecinos murieron”, lamenta.
Cuarentena en un módulo
Los damnificados que viven en los once módulos del Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento también se sienten olvidados. Poco antes de que se ordenara oficialmente la cuarentena, todos los sectores que les brindaban algún tipo de servicio, habían levantado sus carpas. Ahora solo reciben la ayuda semanal del municipio distrital (que les lleva algunas mascarillas, pomos de alcohol en gel) y el apoyo de un grupo de seis voluntarias que acuden todos los días al comedor popular, desde las 6 a.m., para prepararles el desayuno y el almuerzo.
“No tenemos casas y en algunos módulos viven hasta cinco personas. Somos casi 45 personas y estamos metidos, asustados”, dice Marianela Lizeta, quien vive en el módulo 8. Solo salen de las casas prefabricadas para acudir al comedor, usar los servicios higiénicos o el área de lavandería. En cuanto terminan vuelven a sus módulos. Y si deben coordinar temas de limpieza (como el aseo de los baños portátiles) o seguridad lo hacen a través de un grupo de WhatsApp.
Los niños, que son mayoría, se aburren, lloran. Antes contaban con la carpa del Minedu, donde podían pintar. “Evidentemente, por la pandemia, eso ya no sería seguro. Pero quisiéramos que nos apoyen con juegos didácticos para ellos”, dice Lizeta.
Solo para llevar
En el local del comedor popular Perú-España ya nadie se queda a almorzar. Las cocineras, seis mujeres en total, han debido tomar sus propias precauciones. Para comenzar no debe haber aglomeraciones. Así que los vecinos que lleguen por su menú deben llevar un táper o comprar un envase para llevarse la comida.
Además, todo el el ingrese debe llevar un tapabocas. “Por la enfermedad [el COVD-19] son pocos los que vienen. Atendemos principalmente a los damnificados de los módulos”, cuenta Marisol Nestares, quien acude con su madre a repartir los alimentos.
Las voluntarias se quedan desde las 6 de la mañana hasta las 2 de la tarde. Cocinan y limpian con los productos que el municipio les provee. “Hoy se nos acabó el desinfectante para los pisos. Detergente ya queda poco”, señala.
Pero el coronavirus, para ellas, no existe. Hace dos meses que apoyan a los damnificados sin falta. “Me siento feliz viniendo aquí. Siento que dejo mi granito de arena”, dice Martina Fernández.
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