(Foto: GEC)
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Pedro Ortiz Bisso

La pandemia ha puesto en discusión ciertas desigualdades que habíamos normalizado sin mayor discusión. Así como en nuestro país se habla del abuso de las AFP y los bancos, en otros el debate se centra en la terrorífica situación de los servicios públicos y lo absurdo que representa permitir que el libre mercado funcione como el gran regulador de nuestras vidas. Los estratosféricos sueldos que reciben los deportistas frente a los modestos salarios de médicos y enfermeros también son parte del debate.

Hay, sin embargo, un tema que acapara todas las discusiones: el calamitoso estado de los servicios de salud. No existe país en donde no se hable de falta de mascarillas, equipos de protección para médicos, aparatos de ventilación mecánica o camas de cuidados intensivos. Los fallecidos rebasan la capacidad de las morgues hasta sucederse situaciones de espanto, como transformar una pista de patinaje madrileña en un mortuorio o instalar cámaras de refrigeración móviles en Nueva York para que los cadáveres no se descompongan hasta que puedan ser cremados

¿En qué situación ha tomado la pandemia al Perú? Pues en la peor. Décadas de mirar por encima del hombro a nuestro atrofiado sistema de salud, empiezan a pasarnos factura. El Comercio ha denunciado en los últimos días la espantosa situación de los hospitales de Policía, María Auxiliadora y Loayza. La exministra Pilar Mazzetti, cabeza del comando de operaciones COVID-19, no se ha ahorrado palabras: “Todo falta, maldición”.

“Hay que ser claros, no hay equipos de ventilación asistida suficientes, no hay pruebas suficientes. Las circunstancias han hecho que ya no exista en el mundo la posibilidad de comprar, las fronteras están cerradas, todos nuestros pedidos del mes pasado están retenidos en China”, ha declarado en Arequipa, según reseña “Perú 21”.

Esta guerra tendremos que ganarla con lo poco que tenemos. Y unidos. Es la única bala que nos queda.

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