“2 otoños, 3 inviernos”, el primer largo de Sébastien Betbeder, es una comedia romántica francesa que se propone hacer algo distinto con el género –tan tradicionalmente norteamericano–. Se trata de la historia de Arman (Vincent Macaigne) y Amélie (Maud Wyler), dos jó- venes –casi adultos– que, pese a su inseguridad y timidez, enfrentan la posibilidad de enamorarse. Aparentemente, nada nuevo. Sin embargo, el filme pretende destacar no solo por los rasgos contemporáneos de esta pareja protagónica algo culta y desenfadada, sino por el pretendido rompimiento del estilo clásico, y el ensayo de puesta al día –y homenaje– a la ‘nouvelle vague’ que en los años sesenta hizo populares a directores como Francois Truffaut y Jean Luc Godard.
La película promete en su primera hora. Vemos a Arman, una especie de variante de Seth Rogen o Jason Segel –es decir, la traducción europea de un personaje de las películas de Judd Apatow–, hablando directamente al público, mientras luego sigue su voz en off acompa- ñando imágenes que ilustran sus manías y torpezas. Entonces son reconocibles también las deudas no solo con Apatow (el cerebro detrás de títulos ya clásicos como “Ligeramente embarazada”, “¿Cómo sobrevivir a mi ex?”, o “La locura de los 40”), sino también con un referente aun más canónico: Woody Allen.
Pues bien, esas influencias no tendrían nada de malo si es que Betbeder calara hondo en el humor, y también en los resquicios de drama o anarquía que la comedia, cuando es de categoría, se permite. Sin embargo, esto quizá se anuncie, pero nunca llega. Arman, que era el personaje más interesante, deja de serlo cuando empieza su relación amorosa con Amélie. Es como si al director se le hubieran acabado las ideas demasiado pronto, confiando en los juegos formales que, si bien es cierto remiten a Godard y Truffaut, terminan siendo nada más que florituras –al estilo de un videoclip– que no aportan mucho interés.
Ese es el caso del recurso de las confesiones de cara a los espectadores, estrategia que rompe con el ilusionismo del “estilo transparente” norteamericano, lo que podía aportar más complejidad o irreverencia al filme. Sobre todo por el carisma de Vincent Macaigne –cuya elección es el mayor logro de Betberder–. El problema es que estas declaraciones “íntimas”, lejos de servir de contrapunto al relato, terminan por tornarlo verboso y tedioso.
Pero el principal problema de “2 otoños, 3 inviernos” es que los temas de la crisis de madurez tardía están esbozados, pero sin explorarse realmente. Arman es un perdedor, pero no lo vemos sufrir mucho. Su zona de confort parece extenderse y contagiar a Amélie, que termina siendo demasiado distante. Las peripecias de la pareja se vuelven redundantes, salvo una que otra intriga en relación al destino de un sentimiento que no sabemos qué tan pasajero puede ser. Este último, un punto a favor que, lamentablemente, se va eclipsando a medida que los personajes carecen de mayor profundización.
A diferencia de “La familia Bélier”, que llega más lejos desde su humildad formal, “2 otoños, 3 inviernos” aspira a subsanar su superficialidad con una serie de trucos visuales: virajes de la fotografía a la sobreexposición de luz, uso suntuoso del grano como forma de recordar el antiguo soporte del celuloide, fondos casi de dibujo animado en los discursos que los protagonistas dirigen a la cámara. Y quizá sacará una breve sonrisa al que haya visto esa película de Bresson de la que habla Arman en una larga secuencia. Sin embargo, ese mismo público estará lejos de reírse, o de conmoverse con la tragicomedia que reside en lo más íntimo de la condición humana. Si, por momentos, “2 otoños, 3 inviernos” puede derrochar frescura y calidez gracias a esa especie de clown melancólico que es Vincent Macaigne, es seguro que no la recordaremos por mucho tiempo.