Miriam Alejandra Bianchi dejó de existir en 1996. Ese año, un trágico accidente truncó su carrera como cantante y compositora de cumbia. Allí empezaba la leyenda de Gilda –nombre artístico que la haría inmortal–.
Con la complicidad de Natalia Oreiro en el papel principal, Lorena Muñoz, realizadora conocida por el documental “Yo no sé qué me han hecho tus ojos” (2003) –sobre Ada Falcón, histórica figura del tango–, apuesta esta vez por un ídolo popular contemporáneo, y por las rutas de la ficción biográfica.
A diferencia de la mayoría de ‘biopics’ de estrellas de la música –que suelen repetir el ascenso desde la pobreza, la lucha contra las drogas, y finales triunfos redentores–, “Gilda” sortea muy bien estos obstáculos. Natalia Oreiro hace un trabajo formidable como una mujer cansada, a menudo torpe, que intenta salir de una rutina agobiante. Es la esposa promedio que trabaja en un jardín de niños, a las órdenes de su suegra. Pertenece a una clase media algo derruida, esa que creció escuchando a Charly García, y no sabe mucho de “bailanta”.
Una de las claves del filme es, precisamente, la identidad partida de la heroína, siempre de dos caras –una secuencia, muy dramática, la duplica gracias a los espejos del baño–. Pero que forman, a pesar de todo, una sola personalidad. En el día, ella está filmada con luces otoñales, amarillas, tristes. La cámara, siempre próxima, la descubre en su soledad, en una miseria cotidiana, aunque anhelante de una propia expresión, y de cierta música de infancia ya perdida con el padre ausente.
Hasta que surge Gilda, ya en espacios nocturnos, en barrios de clases obreras e inmigrantes. Aunque, eso sí, llenos de vida. La cámara, que conserva su cercanía y movilidad, transmite una nerviosa vibración, la conexión a tientas con el público, la conquista siempre por llegar. Es el ama de casa que muere, secretamente, en su interior, y cede el paso a una mujer que se inventa en otro medio. Uno que le proporciona ese sentido de vivir por el que deberá luchar encarnizadamente.
Gilda no se droga ni bebe en exceso, ni tiene una historia promiscua, ni cae ante las tentaciones del dinero. Ese es el alimento de otros ‘biopics’ –desde “Ray” (2004) hasta “La vie en rose” (2007), pasando por “The Doors” (1991)–. Los problemas de la cantante argentina son diferentes: la gradual separación de un esposo machista e inseguro; ser aceptada por una clase que no es la suya; lidiar con las mafias que dominan los circuitos de la cumbia y la promoción de nuevos artistas, etc.
Más cerca de la lucha cotidiana que de la idealización, vemos un rostro desencajado, un cuerpo a veces pasmado, o al borde del delirio –como en esa escena de Año Nuevo, en que un largo plano-secuencia la sigue en el vértigo de su propia desesperación–. Y en ritmo constante, siempre, canciones de doble faz: la balada triste susurrada en casa, de día y a contraluz, cuando Miriam compone en secreto; y la noche de bailanta, llena de color y de una alegría dulce, de una cierta melancolía que baña la fiesta del pueblo.
Con algunas líneas argumentales no del todo logradas –como la del músico que la descubre, interpretado por Javier Drolas–, “Gilda” está llena de personajes memorables, y devuelve la esperanza en un cine latinoamericano con vocación popular. Ese que pone la cámara, con inteligencia y sensibilidad, al servicio de su personaje. Bien harían muchos cineastas nacionales en verla y aprender de ella.
LA FICHA
Título original: “Gilda, no me arrepiento de este amor”.
Género: Drama, ‘biopic’.
País y año: Argentina, 2016.
Directora: Lorena Muñoz.
Actores: Natalia Oreiro, Ángela Torres, Javier Drolas, Roly Serrano.
Calificación: 3/5.