Juan Carlos Fangacio

Es febrero y en Puno no hay certezas. Mientras amanece el segundo día del mes, los bailarines piensan en los pasos aprendidos y en la dificultad de la sincronización. Los bordadores hacen sus últimos arreglos, dan las más obsesivas y minuciosas puntadas. Los músicos afinan mentalmente, para no quebrar el silencio del alba. Los mascareros miran a los ojos a los ángeles y demonios que crearon. Nadie sabe quién ganará la competencia de danzas o la de trajes. Nadie sabe si este año el sol golpeará o la lluvia los bañará en forma colectiva. En Puno no hay certezas. O solo hay una: la celebración no la empaña nadie.

En la fiesta de la Candelaria hay espacio para lo religioso y lo profano. Aquí no se festeja flagelándose y derramando lágrimas; tampoco sacando a pasear tanques y armas. Aquí se adora a la Virgen y a la vez se honra al placer. Desde lo alto, cargada como una diosa pero resignada a quedar en un segundo plano, la Mamita Candelaria observa con rostro sereno y de yeso a las bailarinas de faldas cortas y cuerpos humeantes. En torno a ellas, coloridos diablos se contonean como posesos y la sensualidad se contagia hacia los espectadores. Hay una pulsión de la que no se suele hablar en esta fiesta. Es mejor gozarla en silencio.

Así avanzan las comparsas, masas de vida y vibración que bailan entre las iglesias y los cementerios, entre el estadio Torres Belón –convertido en una arena desbordante– y el santuario de la Virgen. Es una fiesta de la agitación y el desplazamiento.

JUGAR CON FUEGO
La vela que sostiene la Virgen de la Candelaria en una mano –en la otra lleva al Niño Jesús– es la representación de una luz que guía hacia la fe. Pero no deja de ser simbólico que su adaptación peruana, a diferencia de otros países (ver nota adjunta), se rija más bien por el calor, por la llamarada, por las temperaturas elevadas que provocan la fricción y el movimiento.

Aunque sus manifestaciones se dan en diferentes rincones del Perú –Cusco, Ayacucho, Tacna, Moquegua–, es Puno el epicentro donde lo divino puede convivir con lo celebratorio. Es por esa forma tan peruana de vivir la fe, sin culpas ni remordimientos, que esta fiesta se ha convertido en una de las manifestaciones culturales y religiosas más grandes de América: en pocos lugares confluye tan bien lo musical con lo estético; o lo quechua con lo aimara y lo mestizo. No por nada desde el 2014 la Candelaria es considerada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco.

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ARRAIGO POPULAR
En algún punto del siglo XX se pretendió prohibir ciertas expresiones autóctonas. Los poderosos consideraban de mal gusto tanto color y júbilo hereje. Pero nada ni nadie puede contra los deseos más auténticos del pueblo. Primero fueron los morenos y los sikumorenos. Luego se sumaron las diabladas, los caporales, los carnavales, los waca wacas. Cada uno más festivo que el otro, cada uno buscando dejar una huella.

En la edición del 2014 del festival, Puno recibió a cerca de 35.000 visitantes, entre nacionales y extranjeros. Al año siguiente –el primero tras la declaratoria como patrimonio mundial–, la cifra de turistas se duplicó. A las 70.000 personas que acudieron a observar los honores a la Candelaria hay que sumarles los más de 40.000 artistas –entre danzantes y músicos– que completan una de las más multitudinarias concentraciones de público en un evento cultural en el interior del país. 

La fiesta, como mandan la voluntad y la fe, no es de un solo día: se extiende casi por una semana en la que el frenesí trasciende el pecado y toca los bordes del milagro. El rastro de lo ocurrido se desvanece con la resaca y lo que no debe ser visto se cubre por la sombra de una vela –la de la Candelaria– que se apaga hasta la siguiente ocasión. Hasta que renazca con todo su ardor.

RAÍCES ESPAÑOLAS

Aunque por su trascendencia y magnitud su celebración en el Perú es la más resaltante del mundo, los orígenes de la Virgen de la Candelaria se remontan al siglo XVI, en Tenerife, una de las islas Canarias españolas. Sin embargo, sus rasgos más resaltantes (la vela en la mano, el Niño Jesús, la canasta con aves) han tomado diversas formas y representaciones en diferentes partes del mundo, en especial en Latinoamérica.

En cada uno de estos lugares se observa también un muy marcado sincretismo, que mezcla las tradiciones religiosas católicas con imaginería local. En Cuba, por ejemplo, la devoción por la Candelaria está muy ligada a la santería, es decir, a la creencia en el espiritismo de raíces africanas.

En Colombia, su presencia es especialmente fuerte en la ciudad de Medellín, tanto que incluso la imagen de la Virgen forma parte de su escudo. En Chile, es venerada por el sector minero en regiones del norte.

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En el caso de Bolivia, es muy tradicional la celebración de la Virgen del Socavón –una representación de la Candelaria –, durante el famoso Carnaval de Oruro. En el 2001, este recibió el título de Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la Unesco.

La tradicional devoción boliviana por la Virgen fue motivo de una disputa en el 2014, cuando la propia Unesco declaró la festividad puneña como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Aunque en  un inicio el Gobierno de Bolivia presentó un reclamo al respecto, luego se concertó en que ninguna declaratoria de ese tipo marcaba una exclusividad  o título de propiedad en torno a manifestaciones como la música, las danzas o los vestuarios. 

Por el contrario, ambos países se comprometieron a trabajar conjuntamente en la investigación y preservación de su legado cultural.

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