(Foto: Reuters)
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Virginia Rosas

Una corriente nacional populista recorre el mundo, desde Asia hasta América, pasando por Europa. Los electores se inclinan por las formas autoritarias y despóticas representadas en una persona y no en un programa o partido. Un fenómeno que no puede ser simplistamente achacado a la crisis económica: sociedades boyantes como la británica votaron por el 'brexit', aunque ahora, ad portas de abandonar la Unión Europea, muchos se arrepientan.

El desencanto ante una clase gobernante incapaz de articular políticas de Estado en beneficio de las mayorías, la sensación de pérdida ante un ‘suprapoder’ internacional devorador de identidades, la corrupción y la violencia cotidiana influyen en la fantasía de un presidente omnipotente que, si bien es elegido democráticamente, tenga bajo su mando todos los poderes del Estado.

De derecha o de izquierda ya no quiere decir nada. En Brasil las encuestas se inclinaban por Lula, el ex candidato izquierdista que simbolizó durante diez años el crecimiento de un país que –según los organismos internacionales– avanzaba orgulloso hacia el primer mundo.

Encarcelado Lula y sin posibilidades de postularse a la presidencia, los brasileños eligieron a , políticamente en las antípodas del discurso de su rival. “No importa de qué color sea el gato, lo importante es que cace ratones”, decía el reformista Deng Xiaoping refiriéndose a la apertura económica en un país comunista. Pero el color del gato sí importa cuando de democracia se trata.

Lo peor que podemos hacer ante elecciones como la de Bolsonaro en Brasil, Rodrigo Duterte en Filipinas, Donald Trump en Estados Unidos o Giuseppe Conte en Italia es desdeñar la realidad y presumir que los ciudadanos de esos países han sido atacados por una especie de locura colectiva que los llevará directo al despeñadero.

En cada país hay una o varias razones específicas y temores colectivos que mueven los instintos más primarios. En Filipinas, un país atrapado en las garras del pandillaje, ganó Duterte que ha decidido hacer justicia al estilo del Far West.

Los italianos se inclinaron por la Liga del Norte como reacción a la indiferencia de la Unión Europea ante las olas migratorias masivas, con las que tuvieron que enfrentarse en el 2015.

El fantasma del terrorismo, la corrupción y los parlamentos disfuncionales atizan también la idea de un líder multifunciones que con su fuerza y autoritarismo espante a los demonios, pese a que la historia ha demostrado con creces que las medidas radicales terminan siempre siendo peores que la enfermedad que pretenden combatir.

Para que la democracia perdure no podemos simplemente censurar al otro negándonos a escucharlo como si de un apestado se tratara. Hay que esforzarse en entender –como un médico que ausculta a un paciente para encontrar las causas de una fiebre– las razones que han llevado a los ciudadanos a colgarse de la imagen de un salvador, aunque prometa sembrar el infierno en la tierra. Resulta más sencillo predicar entre los creyentes y negarse al debate de ideas porque estas nos disgustan.

Debemos sistemáticamente negarnos a endiosar a los líderes, cualquiera sea su procedencia, pero sí deberíamos estar llanos a formar frentes republicanos que les cierren el paso a los autócratas. Como fue el caso en Francia en el 2002, cuando los socialistas apoyaron a Jacques Chirac para impedir que ganara el Frente Nacional de Jean Marie Le Pen. 

Otro hubiera sido el resultado de los comicios en Brasil si el ex presidente Fernando Henrique Cardoso y el candidato Ciro Gomes (tercero en las encuestas) hubieran formado un frente con Haddad para impedir el triunfo de Bolsonaro.

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