El Castillo de Praga (Hradčany en el idioma nacional) es enorme; es quizás el complejo de castillos más grande del mundo.
Si lo ves de noche, iluminado, desde el casco antiguo al otro lado del río Moldava, es particularmente impresionante.
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Debe haberlo sido aún más hace cuatro siglos, cuando había menos edificios entre él y el río.
Lo que sucedió allí un fatídico día de primavera de 1618 tuvo consecuencias atroces a largo plazo.
El momento
En la raíz del problema yacen las poderosas fuerzas de la religión y el nacionalismo.
A principios del siglo XVII, el Sacro Imperio Romano era un conglomerado de principados, ducados y ciudades-estado bajo la autoridad de un emperador.
Aunque el título imperial era conferido por un cuerpo de electores, representando a los principales constituyentes del imperio, de hecho, había sido poseído por la rama austríaca de la dinastía de los Habsburgo desde el siglo XV y era ampliamente considerado como hereditario.
Eso no significaba que los emperadores fueran dictadores: los miembros del Parlamento Imperial o "dieta" tomaban las decisiones políticas importantes, y los estados individuales cuidaban celosamente su semiindependencia. Algo que unía a todos era su lealtad a la Iglesia católica romana… hasta que surgió la Reforma.
La Reforma, una ruptura con la cristiandad católica, comenzó en Bohemia con el teólogo, mártir y héroe nacional Jan Hus, en el siglo XV. Cien años después, Martín Lutero, en Sajonia, generó un movimiento religioso mucho más amplio.
Otros maestros de toda Europa siguieron con sus propias versiones del protestantismo y, en 1618, el Imperio se había convertido no solo en un mosaico político, sino también en una mezcla religiosa de estados que seguían las doctrinas de Lutero, John Calvin, Ulrich Zwingli y varios, incluso más radicales, líderes anabautistas (en contra del bautismo de bebés y pro la separación de la Iglesia y el Estado).
Esa mezcla de opiniones religiosas era particularmente marcada en Bohemia.
Un gobierno pacífico solo era posible con una medida de tolerancia y, en 1609, el emperador Rodolfo II otorgó la libertad de culto a los principales grupos religiosos en un edicto conocido como la Carta de Majestad.
El nuevo rey
Todo estuvo bien hasta que Fernando, archiduque de Austria, fue elegido rey de Bohemia en 1617.
Creía apasionadamente, algunos dirían fanáticamente, que la unidad dinástica, territorial y religiosa era inseparable. Nunca se desvió de su convicción de que debía obedecer al llamado divino de restaurar los días de gloria del imperio católico.
Respecto a Bohemia, Fernando tenía un interés más terrenal.
Con sus florecientes actividades agrícolas, mercantiles e industriales, sin mencionar su extracción de oro y plata, Bohemia era la provincia más rica y un contribuyente vital para las arcas imperiales.
Todo eso lo sabían los líderes nacionales en Praga, quienes veían el nuevo régimen con aprensión: ¿honraría Fernando la Carta de Majestad?
El nuevo rey aseguró formalmente que lo haría, pero en realidad era una mentira para que los nacionalistas bajaran la guardia mientras se preparaba para atacar.
Durante unos meses, las tácticas de Fernando tuvieron éxito, pero los bohemios protestantes no dejaron de vigilar al rey y sus seguidores católicos con cautela.
Era una situación tensa que solo necesitaba una pequeña chispa para encender hostilidades mutuas.
Esa chispa resultó ser la construcción de iglesias.
Los luteranos querían erigir dos nuevos lugares de culto, una libertad que estaba cubierta por la Carta de Majestad. Pero el rey confiscó la tierra en la que planeaban construir y en se la otorgó a la Iglesia católica.
Los locales organizaron una protesta, los vicegobernadores católicos los arrestaron.
Los líderes protestantes se unieron para acusar al rey de infringir sus derechos de propiedad y libertad de culto, y exigieron la liberación de los prisioneros.
Cuando esto fue rechazado, hicieron campaña en todo el país para que sus seguidores convergieran en Praga para una manifestación masiva.
La fecha se fijó para el 23 de mayo de 1618.
Ese día
Al amanecer, una gran multitud se había reunido fuera del castillo bajo la dirección del veterano soldado Conde Jindřich Thurn, quien había servido en el ejército imperial contra el Imperio otomano.
Cuando los diputados protestantes llegaron a enfrentar a sus homólogos católicos, un grupo de partidarios los siguieron al edificio.
Al llegar a la pequeña habitación donde estaban sentados cuatro diputados católicos, los líderes protestantes exigieron saber si Fernando le había ordenado a sus súbditos bohemios que obedecieran su voluntad bajo pena de muerte y si los diputados católicos lo habían alentado a adoptar esa intransigente postura.
Dos de los diputados satisficieron a sus acusadores de su inocencia y les permitieron irse. Pero el conde Villem Slavata y el conde Jaroslav Martinitz aún estaban dentro, temblando ante la apasionada multitud que se interponía entre ellos y la puerta.
Thurn se volvió hacia sus seguidores y los instó a no ser misericordiosos con quienes habían alentado al rey a librar una guerra religiosa contra sus súbditos protestantes. No deben, insistió, escapar vivos.
La gente se abalanzó contra los dos hombres y los arrinconó contra la ventana. Mientras ellos le rogaban a la Virgen para que los protegiera, alguien la abrió y arrojó a Martinitz al vacío.
Slavata peleó más y se aferró desesperadamente al marco de la ventana, pero uno de los protestantes le dio un golpe en la cabeza y cayó sin sentido en el abismo, seguido por el secretario de los diputados, Philip Fabricius.
Las víctimas cayeron 21 metros hacia una muerte segura en las losas de abajo.
Solo que no fue así: para el asombro de Thurn y sus hombres, agolpados en la ventana abierta, Martinitz y el secretario se levantaron y salieron corriendo, mientras que unos sirvientes de Slavata se llevaban a su amo inconsciente a un lugar seguro.
¿Milagro?
Esa fue la Defenestración de Praga, y dejó varias preguntas en el aire.
¿Cómo sobrevivieron esos tres hombres tal caída? ¿Por qué esa multitud ansiosa de la venganza no corrió al patio a rematarlos?
Las leyendas que afirmaban proporcionar respuestas surgieron rápidamente.
La explicación católica era simple: las oraciones frenéticas de los hombres condenados habían sido escuchadas en el cielo y habían enviado ángeles para bajar a los diputados suavemente al suelo.
Eso, los católicos estaban convencidos, proporcionaba una prueba dramática de qué lado estaba Dios.
La respuesta protestante fue menos divina: las víctimas habían aterrizado en un montón de estiércol, dijeron.
¿Tendrían razón? En los siglos previos a la eliminación eficiente de las aguas residuales, tales acumulaciones de desechos humanos eran comunes y eran retiradas periódicamente por encargados de la desagradable tarea.
En un gran complejo de castillos como Hradčany, ocupado por cientos de funcionarios, cortesanos y sirvientes, las heces probablemente se acumulaban con mucha rapidez, así que la versión protestante es factible.
Cualquier intento de explicación alternativa de los acontecimientos de ese día de mayo de 1618 nos lleva a la especulación. ¿Será que la gente de Thurn sólo quería humillarlos, no asesinarlos, y los arrojaron desde una ventana de un piso inferior?
Eventos anteriores en la historia de Praga hacen pensar que los perpetradores sabían muy bien qué estaban haciendo.
Casi 200 años antes (30 de julio de 1419), en una protesta husita, los manifestantes entraron al ayuntamiento y defenestraron (arrojaron por la ventana) al alcalde y a varios otros funcionarios municipales, todos los cuales murieron.
Y esa no había sido la primera vez en la historia de Bohemia, por lo que si bien sería una exageración describir la defenestración de 1618 como un evento "tradicional", ciertamente no carecía de precedentes.
Para los bohemios, era una forma apropiada de tratar con aquellos que pisoteaban la libertad de la gente.
Reacción en cadena
Si bien no hemos avanzado mucho en la solución del misterio de los diputados que escaparon, no hay duda alguna sobre los efectos de lo que les ocurrió.
La defenestración de Praga fue el catalizador que activó la peor guerra de la historia europea, la Guerra de los Treinta Años.
Los rebeldes depusieron a Fernando II, organizaron una asamblea provisional y levantaron un ejército de 16.000 soldados para la defensa de la nación. La corona de Bohemia se le ofreció a Federico V, cuya esposa era la hija de James I de Inglaterra.
El problema de Bohemia fue como un fósforo encendido arrojado a una caja de fuegos artificiales.
La inestabilidad político-religiosa que existía en Europa explotó en una serie de conflictos en los siguientes 30 años.
Así como los Habsburgos austríacos y españoles y los estados del Imperio, Francia, la república holandesa, Dinamarca y Suecia pusieron ejércitos en el campo.
De naciones no involucradas per se llegaron idealistas y mercenarios.
Europa central fue destrozada, quemada, quebrada, violada y pisoteada.
La peor
No es exagerado llamar a la Guerra de los Treinta Años la peor guerra de la historia europea.
Las naciones combatientes perdieron entre el 25 y el 40% de sus poblaciones debido a la acción militar, el hambre y las enfermedades.
Las ciudades quedaron vacías, como conchas ardientes. Las tierras de cultivo tardaron una generación en recuperarse.
Solo el ejército sueco, por ejemplo, destruyó en Alemania 1.500 ciudades, 18.000 aldeas y 2.000 castillos.
La gran historiadora del siglo XX, Dame Veronica Wedgwood, describió esa guerra con punzante brevedad:
"Moralmente subversiva, económicamente destructiva, socialmente degradante, confundida en sus causas, desviada en su curso, inútil en sus resultados, es el ejemplo más sobresaliente en la historia europea de un conflicto sin sentido".
*Derek Wilson es el autor de libros de historia factuales y ficcionales, como “La superstición y la ciencia: místicos, escépticos, buscadores de la verdad y charlatanes” y “La reina y la hereje”.
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