Laura Jiménez Varo
Desde Pesh Khabur, Iraq para El Comercio
“Habla con los hombres”, dice la vieja Azar, sentada en el metro y medio de sombra que deja el aparente almacén en ruinas que tiene detrás. Lo de vieja es por el único diente que le queda en el maxilar superior y las arrugas de la cara que le dan aspecto de cuero curtido. Ella en realidad no sabe decir qué edad tiene, aunque calcula que ronda los 60, y cualquiera diría que se está quitando años de encima. “No he visto nada como esto en mi vida –asegura–, nada como daesh [acrónimo despectivo en árabe para referirse al Estado Islámico] ha ocurrido jamás a los yazidíes: han matado a niños y ancianos, han quemado y saqueado nuestras casas”.
Azar es una de las entre 10.000 y 40.000 personas que han permanecido sitiadas durante casi dos semanas en la región montañosa de Shingal, al noroeste de Iraq, después de que los yihadistas del Estado Islámico (EI) entrasen en la localidad de Sinyar a principios de agosto y comenzasen su imparable avance en la zona habitada por esta minoría de etnia kurda y confesión sincrética que mezcla elementos del zoroastrismo con creencias cristianas y musulmanas y a quienes se ha apodado “adoradores del diablo” por su culto al Ángel Caído. La mayoría se concentra en Iraq, con una población de unas 500.000 personas.
“Son nuestros enemigos por nuestra religión”, zanja Azar, vestida de blanco de pies a cabeza en mitad del terral que es la frontera norte entre Siria y la región autónoma del Kurdistán iraquí. “No aceptan ninguna religión salvo la suya, pero jamás nos convertiremos, seremos fieles mientras uno solo de nosotros siga vivo”. Fuera de la dialéctica confesional, las escenas descritas por quienes emprendieron una huida desesperada en extremas condiciones, a más de 45 grados, suenan muy de carne y hueso. “Llevaba a mis niños a hombros”, cuenta Hazzam, de 31 años, un peshmerga (soldado kurdo) de Gohbal que ahora se ha quedado sin trabajo. “Alguna vez el más pequeño se desmayó, pero teníamos que seguir hasta Siria [desde el monte]”.
Los seis kilómetros desde el pueblo los recorrieron mientras les disparaban, según cuenta. Les esperaban cuatro días a la intemperie, sin agua y sin comida, hasta que supieron que milicianos kurdos sirios del otro lado de la frontera habían abierto un pasillo humanitario para asegurarles la huida del asedio. El resto fue un éxodo de miles de personas que ha abarcado durante días unos 200 kilómetros y que Hazzam atravesó medio andando, medio en carro, con un par de jornadas de pausa en el campo de refugiados de Newroz, en la provincia siria de Hasaka. “He visto familias cuyos hijos morían y los dejaban en el camino, hemos llorado hasta no poder más”, dice.
Los bombardeos llevados a cabo por la aviación estadounidense lograron romper el jueves el cerco de los yihadistas, pero no han detenido las masacres. El sábado el gobierno kurdo confirmaba las informaciones lanzadas el viernes sobre una nueva matanza en la zona. Al menos 80 hombres fueron masacrados en la localidad yazidí de Kocho por los milicianos radicales, que secuestraron a las mujeres y los niños para conducirlos a Mosul, la capital iraquí de su califato.
“Pude ver a una mujer con dos niños, uno en su regazo y el otro junto a ella, a la que solo le quedaba un poco de agua, apenas una décima parte de la botella”, relata Azzam, que aparenta muy por encima de los 27 años que cuenta. “Mojaba su propio pañuelo y con él le frotaba los labios a los pequeños para mantenerlos algo hidratados”. Él mismo tiene un hijo de 1 año al que metió en el auto a toda prisa apenas escuchó los primeros disparos en el pueblo. Él se ha quedado junto a los otros 35.000 desplazados registrados por Acnur en el campo de Badyet-Kandela, entre las localidades septentrionales de Zajo y Duhok, mientras su padre aguarda en una camioneta junto a otra decena de vecinos para cruzar de nuevo el puente sobre el Tigris que abre en Pesh Khabur el único paso fronterizo (no reconocido internacionalmente) entre las regiones kurdas de Iraq y Siria.
Allí, aseguran, esperan recoger los pocos bienes y enseres y algunas cabezas de ganado, sobre todo ovejas, que los combatientes kurdos sirios han conseguido rescatar de la montaña en la que se dejaron lágrima, sudor y familiares, muertos o abandonados por no poder cargar con ellos. “Lo que pedimos es ayuda internacional para vivir en un sitio seguro donde no seamos atacados más”.