Mi país, Venezuela, está al borde del colapso social y económico. Este desastre en cámara lenta que se ha fabricado en casi quince años, no comenzó con la caída de los precios del petróleo ni por la acumulación de deudas, sino que se puso en marcha por el desprecio del gobierno autoritario de Venezuela hacia los derechos humanos y el Estado de derecho.
Instituciones y seguridades jurídicas fueron desmanteladas en aras de preservar una élite corrupta que gobierna a expensas de los derechos humanos, sociales, políticos y económicos del pueblo venezolano. Esto, más que cualquier otra cosa, es la causa de nuestra situación actual.
Conozco todo esto personalmente. Escribo desde una prisión militar, donde me encuentro desde febrero por pronunciarme contra las acciones del gobierno. Soy uno de las decenas de prisioneros políticos que están tras las rejas por sus palabras y sus ideas.
Esta injusta encarcelación me ha proporcionado una visión de primera mano del abuso generalizado a escala legal, mental y física. No ha sido una buena experiencia, pero ha sido esclarecedora.
Mi aislamiento también me ha dado tiempo para reflexionar sobre la crisis más grande que ha enfrentado mi país. Nunca he estado más convencido de que el camino hacia la ruina de Venezuela fue construido años atrás por un proyecto dirigido a desmantelar libertades y derechos humanos fundamentales en nombre de una ilusión.
Cuando el actual partido de gobierno asumió el poder en 1999, sus partidarios consideraban los derechos humanos como un lujo y no como una necesidad. Grandes segmentos de la población vivían en pobreza y tenían necesidades alimentarias, de vivienda y de seguridad personal. Proteger la libertad de expresión y la separación de poderes parecía algo frívolo. En nombre de la conveniencia, estos valores fueron comprometidos y luego desmantelados por completo.
La legislatura fue reprimida, permitiéndole al Ejecutivo gobernar por decreto sin los controles y equilibrios que impiden que los gobiernos se salgan de su camino.
El Poder Judicial se hizo responsable del partido de gobierno, convirtiendo a la ley y a la Constitución en algo insignificante. En un caso conocido, la jueza María Lourdes Afiuni fue arrojada a prisión por haber ordenado la liberación de un preso.
Líderes políticos y activistas fuimos frecuentemente perseguidos y encarcelados, los medios de comunicación independientes fueron desmantelados, expropiados o simplemente eliminados.
El actual presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ha llevado esto a una escala aun más baja. Los derechos están racionados como si fueran escasas mercancías que pueden intercambiarse por otros medios de subsistencia: “Usted puede tener empleo si entrega la libertad de expresión. Usted puede tener algunos beneficios de salud si renuncia a su derecho a la protesta”.
En cada caso, los apologistas han encubierto estas acciones como si fueran presagios de una mejor vida para los venezolanos. Trágicamente, este fue un intercambio falso y las vidas de los venezolanos hoy están peor en todos los ámbitos.
Venezuela ahora tiene la tasa de inflación más alta del mundo. Un récord de escasez de productos básicos ha generado estantes vacíos y largas colas. La violenta criminalidad se ha disparado y la tasa de asesinatos es la tercera más alta del mundo. El sistema de salud está colapsando y muchos expertos predicen un incumplimiento de las deudas del país en cuestión de meses.
Y los segmentos más pobres de la población son los que más están sufriendo.
Los desafíos que enfrenta Venezuela son complejos y requieren de años de trabajo en muchos frentes. Se debe comenzar con la restauración de los derechos, las libertades y los mecanismos de equilibrio que son la base de la democracia.
La comunidad internacional tiene un papel importante que jugar, especialmente nuestros vecinos en América Latina. Permanecer en silencio es ser cómplice en un desastre que no solo impactará a Venezuela sino que podría tener consecuencias en todo el hemisferio. Organizaciones como la OEA, la Unasur y el Mercosur no deben estar al margen, y los países del continente deben involucrarse.
En Venezuela, nuestra Constitución establece un camino a seguir si prestamos atención a cada una de sus palabras.
Nuestra propuesta es simple, pero enérgica: todos los derechos para todas las personas en vez de algunos derechos para algunas personas. Ningún régimen debería tener el poder de decidir quién tiene acceso a qué derechos. Esta idea puede darse por sentada en otros países, pero en un país como Venezuela es un sueño por el que vale la pena luchar.
Escrito para el diario El Comercio, del Perú.