"Lo que sorprende es que estos días presenciamos una acalorada discusión pública en la que la emergencia que vivimos no tiene la relevancia que amerita". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
"Lo que sorprende es que estos días presenciamos una acalorada discusión pública en la que la emergencia que vivimos no tiene la relevancia que amerita". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)

Nada es más urgente hoy que cuidar y defender la vida. La vecindad de la muerte, la soledad de una sala de emergencia llena de enfermos, el oxígeno que no llega y la angustia que genera la falta de respuestas han calado hondo en una inmensa mayoría de peruanos, que no avizora un final que apacigüe el desconsuelo y la tristeza. Ya hay síntomas de que, en algunos casos, la sorpresa e indignación que originaba la crisis meses atrás parece integrarse ahora en la rutina de la nueva normalidad, una penosa mezcla de resignación con indiferencia. A ello vino a sumarse un complejo e inesperado clima político y electoral que ha enredado todo a pocas semanas del . Estamos en medio de una tormenta perfecta. Da la impresión de que cumpliremos doscientos años tratando infructuosamente de hundir al país. No hay luz ni serenidad a la vista. El Perú lo necesita.

Lo que sorprende es que estos días presenciamos una acalorada discusión pública en la que la emergencia que vivimos no tiene la relevancia que amerita, y el riesgo de que continúen muriendo más peruanos es desplazado por la obsesión ideológica y económica. Salvar vidas deber ser el primer punto de agenda. Si queremos celebrar el bicentenario, empecemos afirmando que defendemos la vida y hagamos propuestas concretas. El bicentenario debe ser motivo para asumir retos y desafíos con miras al futuro, sin olvidar el recorrido, con todos los problemas, penurias y deudas sociales que nos trajo al punto en que nos encontramos hoy. Sin memoria no es posible encontrar el camino que necesitamos; tampoco lo encontraremos con improvisación y prepotencia, fuera de la ley, aplastando libertades y derechos o pasando por agua tibia la corrupción.

El desafío es inmenso. Volvemos a lo medular: la . Aunque hay consenso sobre su importancia, no sucede lo mismo cuando se señala la necesidad de asegurar la calidad y de evitar que se pase gato por liebre. Diga lo que se diga, la calidad de la educación está vinculada con el cambio social. No es asunto de colores partidarios. Es condición necesaria para trabajar en el futuro que queremos alcanzar. Es un error reducir la preocupación a fierro y cemento. La calidad se define en un aula, entre un profesor y sus estudiantes, en los contenidos, en los métodos de enseñanza y de aprendizaje. Me arriesgo a señalar un objetivo: formar ciudadanos libres, respetuosos de la diversidad y conscientes del entorno. Pero sin buenos profesores esta meta quedará en el papel. Algo más: otorgarle centralidad a la educación es poner los ojos y la fe en la juventud, es decir, en el futuro y en quienes enfrentarán los efectos de esta crisis. Se educa para el mañana, no para el pasado.

Algo parecido sucede con el desarrollo científico. El peso de la se pierde en el escenario político porque todavía es un tema alejado de la discusión pública y no consigue alcanzar la relevancia que le corresponde en la percepción de la clase política ni en la visión de país que transmiten a los ciudadanos. Sin embargo, la crisis nos ha demostrado que la ciencia salva vidas. Es una respuesta concreta y clara. Añado una obviedad: no hay ciencia sin científicos. Y los científicos se forman en las universidades. Otro motivo para velar por la calidad de la educación.

Necesitamos una vuelta de tuerca que nos permita llegar al bicentenario con fe en que el futuro será mejor. Apostar por la vida, la educación y la ciencia puede ayudarnos a encontrar la luz que ahora no vemos. Es un primer paso. Debemos darlo juntos, no divididos.

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