Tras la reciente expulsión del popular ministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, la cuarta democracia más grande del mundo está a punto de hundirse en una inestabilidad todavía más profunda. En su discurso de renuncia, Moro criticó al presidente Jair Bolsonaro por interferir en la nominación de policías federales y en sus investigaciones.
En una réplica desafiante y errática transmitida en vivo por televisión, Bolsonaro negó cualquier ilícito, y a continuación me señaló personalmente. Me catalogó de abortista, pro gay y defensora de la regulación de las armas, y su mezcla tóxica de misoginia, homofobia y desprecio de la democracia quedó a la vista. El sistema sanitario del país se está derrumbando y la economía está en caída libre como resultado de la pandemia del COVID‑19, pero el presidente piensa que su tarea más importante es atacar a los críticos.
La última vez que Bolsonaro me atacó públicamente fue a principios del 2019, justo después de una reunión que mantuve con Moro, que ya tenía una sólida reputación como juez anticorrupción. Me había invitado a participar en un consejo voluntario sobre justicia penal.
Moro empezó la reunión con un pedido de disculpas: tendría que abreviarla, porque el presidente le acababa de enviar un mensaje urgente de que tenía que hablar con él. Automáticamente me pregunté si mi nominación para participar en el consejo sería uno de los temas de la conversación.
Mi nominación se acababa de anunciar esa mañana, y, en cuestión de horas, el principal exponente del lobby brasileño de las armas y un ignoto blog de derecha iniciaron una campaña para evitar mi designación. Para cuando Moro y yo nos sentamos a hablar, el hashtag #IlonaNo ya era trending topic de Twitter. Pronto se sumó un enjambre de bots y trolls (incluido uno de los hijos de Bolsonaro) para sostener que mis muy conocidas ideas sobre el control de armas y la reforma de la justicia penal eran inoportunas e incluso peligrosas.
Al día siguiente, por órdenes de Bolsonaro, me excluyeron del consejo.
Este incidente es emblemático de la tragedia que se abatió sobre la democracia brasileña bajo Bolsonaro. En aquel momento, los medios brasileños describieron acertadamente la supresión de mi nominación como el primer acto de lo que sería un espectáculo largo y repelente. Era evidente que Bolsonaro y sus hijos gobernarían con el mismo espíritu de intolerancia.
No soy la única que se ha vuelto blanco de andanadas de amenazas. Bolsonaro y sus seguidores apelan en gran medida a las redes para intimidar, hostigar y difamar, como parte de una guerra que libran contra la libertad de expresión, las libertades civiles y el combate al cambio climático. El “gabinete del odio” del presidente (un grupo fanático de asesores que incluye a sus hijos y orquesta los ataques coordinados del gobierno a los críticos) tiene consecuencias reales.
Pero Bolsonaro no es ni por asomo el único líder populista que usa las redes sociales para librar una guerra contra sus adversarios. De Estados Unidos, la India y las Filipinas a Hungría y Rusia, líderes autoritarios emplean las herramientas de la era digital para dominar el espacio cívico y aplastar a la sociedad civil. Así debilitan la rendición de cuentas de los gobiernos, desvirtúan la libertad de expresión y la prensa, y atizan la violencia.
Clausurar el espacio de la participación cívica y la deliberación coherente tiene efectos desastrosos sobre la formulación de políticas públicas y el bien colectivo. En el contexto del COVID‑19, los ataques autoritarios a los medios independientes, a la ciencia y a las voces de la oposición son literalmente mortales, atentan contra la salud pública y fomentan la agitación. Bajo Bolsonaro, Brasil se está convirtiendo en el nuevo epicentro de la pandemia global, y en las ciudades que lo eligieron se registran niveles de contagio mayores.
En Brasil y en otras democracias, las organizaciones de la sociedad civil y la ciudadanía ordinaria deben recuperar el espacio cívico antes de que terminen de cerrarlo. Para ello, el primer paso es generar conciencia sobre lo que están haciendo los líderes autoritarios y sus seguidores, sobre todo ahora. Lejos de justificar una suspensión de las reglas y procedimientos democráticos, es en las emergencias cuando estas instituciones son más necesarias.
Pero la reapertura del espacio cívico también exige liderazgo político. Tras haber sido totalmente incapaces de unir a los brasileños para enfrentar esta crisis, Bolsonaro y su gobierno pueden terminar siendo los primeros que caigan como resultado del coronavirus.
Miles de brasileños mueren sin necesidad por el COVID‑19, el país va camino de una grave recesión, y la deforestación de la Amazonia está llegando a niveles nunca vistos desde el 2015. Y el Supremo Tribunal Federal acaba de iniciar una investigación penal por las acusaciones de Moro respecto de la interferencia política de Bolsonaro en la policía.
Crisis como esta demandan un liderazgo concentrado y competente. Bolsonaro y otros demagogos populistas son incapaces de ofrecerlo, y cuanto más duren en el poder, más personas morirán.
–Glosado y editado–
Traducido por Esteban Flamini
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