Nuestra Constitución establece que todas las personas tienen la libertad de desarrollar las actividades económicas que conduzcan a la satisfacción de las necesidades de la sociedad, pudiendo obtener con ello lucro.
Resulta entonces lícito fundar una universidad, instalar una clínica dental o abrir una bodega. El interesado, sin embargo, debe cumplir un conjunto de disposiciones fijadas por la ley, con la finalidad de cautelar el interés de los consumidores. No es el gusto del burócrata, sino el bienestar y seguridad de la persona, lo que permite ese nivel de intervención estatal.
El Estado, por su parte, participa en el mercado educativo ofertando sus servicios en ese rubro en forma gratuita para asegurar la igualdad de oportunidades; esto es, para evitar que la falta de dinero en el hogar sea un impedimento para el acceso a una educación de calidad, rompiendo así el círculo vicioso de la pobreza.
¿Cumple el Estado ese rol? De las sentencias STC 017-2008-AI y 019-2011-PI se desprende que no. Existe un ‘estado de inconstitucionalidad’ en todo el sistema universitario, producido por la falta de calidad de los servicios brindados por las universidad públicas y por la incesante creación de nuevas sin presupuesto, profesores, ni infraestructura, por conveniencia política .
A esto se suma el daño causado por quienes lejos de exhibir un sano espíritu empresarial anteponen el afán de lucro a toda consideración. ¿Por qué subsisten esas ‘universidades basura’? Porque se mantiene una grave distorsión del mercado: todos los graduados reciben por igual, un título profesional “a nombre de la nación”, asumiendo un falso igualitarismo académico que permite competir, con ventaja, a malas instituciones, ofreciendo carreras a precios absurdamente reducidos, pues no tienen límite para rebajar sus costos.
La Ley Universitaria se ha enfocado exclusivamente en el problema de esas universidades particulares legislando inconstitucionalmente sobre aspectos que le son propios a la comunidad, a las asociaciones civiles sin fines de lucro o a la sociedad promotora. Pero ha renunciando a solucionar la verdadera crisis: la pésima formación académica en la mayor parte de las universidades públicas.
La autonomía universitaria ha sido defendida con firmeza a lo largo de toda la jurisprudencia constitucional, siendo nítidamente delimitada por el fundamento en la STC 019-2011-PI. Sin claudicar en ello, la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu) fue propuesta por el Tribunal Constitucional para que regule la creación, el funcionamiento y el cierre de centros universitarios en función al cumplimiento de estándares mínimos de calidad. Se pensaba que así se protegería a las universidades de los intereses gubernamentales o comerciales que pudieran desvirtuar su misión.
El riguroso proceso de certificación y de acreditación, universidad por universidad, debe contar con las garantías de imparcialidad y de objetividad. Es lógico, por tanto, afirmar que una entidad presidida y dirigida por un delegado designado por el gobierno de turno, como Sunedu, caricaturiza cualquier concepción de organismo regulador dentro de una economía social de mercado, resultando por ello irremediablemente inconstitucional. Solo corrigiendo ese y los demás agravios a la autonomía universitaria y a la libertad de asociación, podrá dotarse de legitimidad al Estado, no al gobierno, en su rol de regulador y supervisor frente a los fuertes intereses que se enfrentan al bien común.